Nos enseñaron en las aulas que los “libertadores” fueron extranjeros, que vinieron del sur y del norte. Leímos una y otra vez sobre sus travesías, sus proyectos de país y sus batallas. Nadie nos habló de los hombres y mujeres indígenas y campesinos que antes de que ellos –José de San Martín, Simón Bolívar– llegaran a estas tierras, libraban batallas contra el opresor español.
La historiadora Marissa Bazán-Díaz, docente de la Universidad de Lima, dice que la Independencia tuvo dos momentos: el regional y el continental. En el primero, el de los levantamientos en el interior del país, el protagonismo lo tuvieron las montoneras. Esas agrupaciones de indígenas y mestizos, por lo general campesinos, que se alzaron contra los gobiernos coloniales peleando sin estrategias, sin recursos, casi sin armas, pero con mucho valor.
El segundo momento fue el de San Martín y Bolívar, que completan el proceso de la independencia con un ejército de verdad, pero que para hacerlo cuentan con el valioso apoyo de las montoneras y las guerrillas.
Peleaban con palos, hondas y otras armas rudimentarias. Algunos se hacían de sables y fusiles arrebatados al enemigo. En el campo de batalla, solían ser derrotados por las mejor preparadas tropas realistas. Pero en los ataques sorpresa y las emboscadas, nadie les ganaba. En su tiempo, sus nombres resonaban en los territorios donde actuaban: Huarochirí, Cangallo, el Valle del Mantaro... Hoy, son reseñas de tercer nivel en la historiografía oficial y prácticamente no existen en la memoria colectiva de la patria. Casi nadie sabe quién fue Cayetano Quirós, ni Ignacio Quispe Ninavilca, ni Marcelino Carreño, ni, mucho menos, el mítico líder morocucho Basilio Auqui.
Para hablar de Basilio Auqui hay que hablar de los morochucos de Pampa Cangallo, Ayacucho. Habitantes de la altiplanicie, expertos jinetes, mestizos de tez y ojos claros a los que el mito atribuye ser descendientes de los almagristas derrotados en la batalla de Chupas, en 1542.
El historiador ayacuchano Nelson Pereyra dice que las guerrillas morochucas surgieron al calor del descontento causado por las reformas borbónicas y que se activaron con la sublevación de los hermanos Angulo y Mateo Pumacahua en Cusco, en 1814, cuyos ecos llegaron a Huamanga y a la pampa cangallina.
Los morochucos apoyaron a los sublevados en la batalla de Huanta, que perdieron. El historiador cangallino Max Aguirre dice que algunos de los rebeldes derrotados se refugiaron en Cangallo y que allí llevaron a cabo la primera jura de la Independencia que hubo en el país, el 7 de octubre. Colegas como Nelson Pereyra dicen que no hay pruebas de que eso ocurrió.
Sea como fuere, a partir de 1814 se activa lo que Max Aguirre llama “la revolución morochuca”: una sucesión de acciones militares desplegadas por esos intrépidos jinetes en contra de las autoridades virreinales, y que alcanzó su momento culminante con la llegada de los libertadores del sur, con San Martín a la cabeza.
Los libros de texto nos dicen que poco después de llegar a Pisco y fracasadas las negociaciones con el virrey Pezuela, San Martín envió al general Juan Antonio Álvarez de Arenales a recorrer la serranía peruana para sublevar a las regiones colindantes con la capital. Álvarez primero liberó Ica y luego se desplazó hacia Huamanga.
Nelson Pereyra dice que sin la ayuda de los morochucos el general patriota no habría podido cruzar el territorio de la Intendencia de Huamanga.
–Solamente con el apoyo de las guerrillas en avituallamiento, en alimentos, en ganado, conduciendo al ejército por las rutas, indicándole dónde descansar, dónde comer, solamente con ese apoyo, Álvarez pudo tomar la ciudad de Huamanga, jurar la independencia allí y segur camino hacia el Valle del Mantaro– dice el historiador.
No solo eso. Según el historiador José Luis Igue, los morochucos se batieron para impedir que Ricafort fuera detrás de Arenales. En represalia, el brigadier realista los persiguió hasta Cangallo, los derrotó en la estancia de Chupasconga e incendió su ciudad. Trescientos patriotas dejaron su vida ese día en el campo de batalla.
Entre 1821 y 1822, las guerrillas morochucas se convirtieron en un dolor de cabeza para las tropas del virrey. Atacaban aquí y allá y desaparecían rápidamente, tendiendo emboscadas y tomando pueblos dominados por los realistas en los que difundían el discurso libertador.
En noviembre de 1821, el líder de una de estas partidas, un mestizo comerciante de ganado, septuagenario, dirigió un ataque que ha pasado a la historia de Ayacucho: en el camino de Secchapampa, Basilio Auqui ordenó a su gente arar, enfangar y cubrir con vegetación un tramo por el que debía pasar un escuadrón realista. Un grupo de guerrilleros se puso de cebo. Cuando los realistas los vieron, se les fueron encima sin saber que se precipitaban a la trampa pantanosa que les habían preparado, donde fueron ultimados a pedradas.
La venganza de los militares españoles no se hizo esperar: pocas semanas después, sus tropas volvieron a destruir e incendiar Cangallo. El general realista Carratalá declaró que quedaba borrado de los pueblos “el criminalísimo Cangallo”. El patriota Juan Pardo de Zela presagió que se levantaría de sus cenizas y pasaría a la posteridad.
Basilio Auqui fue la figura máxima de estos meses de resistencia campesina. El historiador Max Aguirre dice que su partida de guerrilleros era casi imbatible, al punto de que le pusieron precio a su cabeza.
Una versión, de las muchas que hay sobre su captura, dice que estaba en Cabrapata, apoyando a un compadre con su ganado, cuando fue capturado por otro morochuco de apellido Quinto. Un traidor. Fue llevado, junto con otros miembros de su familia y colaboradores, a Huamanga. Allí, un 8 de mayo de 1822, fue ejecutado. Unos días antes, cerca de allí, había sido fusilada otra patriota excepcional: María Parado de Bellido.
¿Por qué no hemos leído más en nuestros libros de texto sobre Basilio Auqui y los morochucos? ¿Por qué en la conmemoración de la Independencia no tienen un papel protagónico las montoneras y las guerrillas?
La historiadora Marissa Bazán-Díaz cree que parte de la explicación es la ausencia de fuentes documentales. El historiador Nelson Pereyra lo atribuye a algo más crudo: el racismo.
–Nuestra memoria histórica sobre la Independencia se restringe a las expediciones libertadoras de San Martín y Bolívar– dice. –La participación de los sectores campesinos ha sido invisibilizada. El racismo hace que veamos a los campesinos como apolíticos, manipulables, y nos ha impedido una mayor comprensión de cómo estos actores participaron en la guerra por la Independencia y en la construcción de la República.