Este jueves llega al Perú Francisco Bergoglio, jefe máximo de esa agrupación religiosa mundial conocida como Iglesia Católica, la tercera religión más grande del mundo después del islamismo y el hinduismo, y a la que, según censos recientes, sigue poco más de las dos terceras partes de la población peruana (aunque en su mayor parte sean seguidores no practicantes o lo que algunos llaman “católicos a la carta”, de esos que acomodan los principios de su religión a sus preferencias personales). Bueno, no es un secreto que esa porción de nuestro país anda de lo más entusiasmada preparando la llegada de Papa Pancho, como lo llaman sus fans, preparando canciones, bailecitos, oraciones y bocaditos para los encuentros que tendrá el jerarca mayor del catolicismo en diversas ciudades del Perú. Para ellos, se trata de una experiencia cuasi mística. Y están en su derecho, porque, por cierto, en nuestro país hay libertad de culto. Para los que no somos católicos -aunque de niños nuestros padres hayan decidido plantarnos la etiqueta-, aparte del fastidio del tráfico y otras molestias, nos interesa más Bergoglio como mandatario de un estado-país llamado El Vaticano, que tiene muchos pendientes con nuestro país, desde aquel tristemente recordado día en que Atahualpa olisqueó la Biblia y la tiró a un costado, desatando las iras del puñado de españoles que llegaban a traernos la fe y levantarse nuestras riquezas. A propósito, ha sido justamente Bergoglio el Papa que, hace un par de años, pidió perdón por las atrocidades que la iglesia, coludida con la monarquía española, cometió contra los indígenas del continente en su afán de imponer su credo religioso, en aquel espantoso proceso llamado “extirpación de idolatrías”, mediante el cual no solo se intentó aplastar todo rastro de la maravillosa cosmovisión andina, sino que se encarceló chamanes, se quemaron lugares sagrados y se torturó y asesinó a centenares de nativos por el solo delito de intentar mantener sus creencias. Claro que, por muy bienvenida que sea la disculpa, lo singular de la iglesia católica -cuyo jefe, by the way, es “infalible” de acuerdo a los textos canónicos- es que todas sus disculpas suelen llegar con algunos, ¡ejem!, siglos de retraso. Es más, podría decirse que casi todos sus pedidos de perdón han comenzado muy entrado el siglo veinte, más precisamente en 1992 -es decir, como 359 años, cuatro meses y nueve días después de haberlo condenado y perseguido por las santas arvejas-, cuando Juan Pablo II dijo algo así como: “Ups! Sorry, Galileo, nos equivocamos contigo, pero fue sin querer queriendo”. Lo mismo puede decirse de las sucesivas disculpas que pidió el propio Juan Pablo II por los muchos abusos de esa misma iglesia que se atribuye la condición de guardiana de la moral, la ética y los valores humanistas. Recordemos nomás las Cruzadas, esos emprendimientos guerreros que buscaban aplastar el islamismo y, de paso, levantarse las riquezas de oriente. O la persecución de los cátaros, aquella pacífica secta cuyo delito fue predicar la fe y la pobreza, algo que a la riquísima jerarquía romana le resultaba un toque incómodo. O la Inquisición, que convirtió en carne a la parrilla a todo el que osaba pensar por su cuenta en asuntos religiosos. También pidió perdón, a medias, por la complicidad de la iglesia en el holocausto que sufrió el pueblo judío –total, ¡judíos eran los que mataron a Cristo!-, pues Pío XII nunca levantó la voz, por lo menos no lo suficientemente alto, para denunciar las atrocidades del nazismo y, más bien, fue el Partido Católico de Centro el que le dio a Hitler el triunfo en el Reichtstag, hecho que marcó el inicio de su poderío absoluto. Claro que la lista es interminable y los pedidos de perdón de los sucesivos papas se parecen, en contundencia y sinceridad, a los de cierto exdictadorzuelo peruano, pero ya que Panchito va a estar por aquí por unos días, sería bueno que responda ciertas preguntas, antes de echarse a disfrutar de la masiva hospitalidad del pueblo católico. Aquí van algunas: ¿Cuántos años vamos a tener que esperar para que la iglesia nos pida disculpas por los menores de los que abusaron los jerarcas del Sodalicio? ¿Cuánto para que dejen de proteger a Luis Fernando Figari, cabeza de esa congregación (organización a la que, dizque, han intervenido, como si la iglesia reemplazara a la justicia civil)? ¿Cuándo se disculpará su vocero en Lima Juan Luis Cipriani, con las mujeres abusadas a las que acusó de provocar a sus abusadores “poniéndose en escaparate”? ¿Cuándo lo hará con los homosexuales, por haber dicho que no estaban en el plan de Dios? Sí, ya sabemos que tendremos que esperar sentados (o muertos, como Galileo), pero no hay peor gestión que la que no se hace. En una de esas Papapancho nos sorprende y se franquea. O, por lo menos, nos responde por fin a la pregunta que, hace tantos siglos, trajo a los filósofos escolásticos de cabeza: ¿Cuántos angelitos caben en la punta de un alfiler?