A causa de un cáncer de pulmón, el pasado 30 de abril, ya casi cuatro meses, falleció el escritor norteamericano Paul Auster. Como era de esperarse, su muerte no pasó desapercibida para sus miles de lectores en todo el mundo, mucho menos para la prensa cultural, que dio cuenta de su partida. Sin embargo, de sus novelas consignadas como emblemáticas, como La música del azar, Brooklyn Follies, La trilogía de Nueva York (compuesta por ‘Ciudad de cristal’, ‘Fantasmas’ y ‘La habita-ción cerrada’), El país de las últimas cosas, El libro de las ilusiones, Leviatán y La noche del oráculo, no ha merecido el subrayado pertinente El Palacio de la Luna, una obra maestra que no solo ratifica el talento literario de su autor, sino que pertenece a ese rubro de libros capa-ces de cambiarte la visión de la vida. Ergo: pueden reconciliarte contigo mismo.
Desde mediados de los años noventa, los libros de Auster traducidos al castellano ingresaron al circuito librero peruano y la respuesta del lector fue casi inmediata. Nunca fue un autor popular, pero sí uno con lectores definidos: el lector entrenado y el escritor en ciernes o con-sagrado que halló en su poética un estímulo (no era para menos: referencias literarias que nos llevaban a Borges, Cervantes y a los autores de la tradición del policial enigma, más la mágica cuota de la casa Auster: el azar como luz dirigente sin ser protagonista). Así se forjó su radiación. Pero esta onda expansiva hizo que El Palacio de la Luna se convierta en una especie de libro selecto pese a contar con el mismo aparato promocional de sus otras novelas. Ten-gamos en cuenta que Auster no fue un autor traducido inmediatamente, tuvo que pasar poco más de una década para que sus títulos —con cintillos consagratorios, por cierto— in-gresaran al mercado editorial hispanoamericano. Cuando Auster llegó al imaginario de los lectores, lo hizo en mancha y la rompió. En esa vorágine celebratoria, la historia de Marco Stanley Fogg tuvo un perfil modesto.
Marco Stanley Fogg es un joven que no sabe qué hacer con su vida, ha vivido siempre con su madre, su tío y no tiene idea de quién pueda ser su padre. Es un hombre que ha crecido en una burbuja interior. Llega a recibir una herencia, no pecuniaria, pero sí libresca (decenas de cajas con lo más pintado de la literatura universal). Marco se independiza y lo pierde todo: termina como mendigo. Marco se enamora perdidamente de Kitty Wu, pero cuando cree haberse recuperado, también la pierde (prestar atención a la llamada telefónica que le reali-za). Marco decide buscar trabajo y encuentra uno como biógrafo de un anciano, quien antes de morir le pide que busque a su hijo. Marco decide ir tras los pasos de este hijo, a quien llega a encontrar. El misterio existencial que tanto le aquejaba, el cual llegó a configurar su carácter, se dilucida. En un acto de autosalvación emocional, Marco cruza a pie desde el de-sierto de Utah hasta California. Es 1969, el año cuando Neil Armstrong pisó la Luna.
Hizo bien la crítica literaria estadounidense al destacar a El Palacio de la Luna como una novela de aventuras. Se trata, pues, de un tránsito interior, porque lo que le sucede a Marco es per-fectamente aplicable a cualquier persona —incluso podríamos calificarla de experiencia me-nor en comparación con otras más trágicas—, pero ahí hechiza el talento de Auster, quien supo convertir la cotidianidad en la mayor de las experiencias, siempre y cuando se sepa mi-rar la vida. Quien escribe ha releído esta novela varias veces. Y la razón es una sola: todos somos Marco Stanley Fogg.
Paul Auster estuvo casado con las escritoras Lydia Davis y Siri Hustvedt. Ambas, autoras de primera línea de la narrativa norteamericana actual. “My husband died lovable”, escribió Hustvedt en su cuenta de Instagram.
Auster y el cine. El autor escribió el guion de Smoke (1995) de Wayne Wang. Esta película es una obra de culto. Disponible en plataformas.
Una joya. Bella edición de Anagrama de El Palacio de la Luna.