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Cultural

El ascenso al Contisuyo de Oswaldo Reynoso

El poeta y retablista José Emilio Caro Gómez acompañó por nueve años al escritor Oswaldo Reynoso. Estuvo con él al momento de su muerte y después se encargó de llevar sus cenizas al Misti, tal como Reynoso lo pidió. En esta crónica, cedida a La República, narra ese momento.

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Foto: Captura

Por: José Emilio Caro Gómez

Querido lector, apelo a tu discreción, advirtiendo que la realidad es imposible.

El acercamiento de lo acontecido es solo mi mirada.

Cuando me encuentro por la noche, ciertas añoranzas me invaden. Es como si de repente se me apareciera Oswaldo Reynoso en la biblioteca, lo encuentro entre los libros, sobre todo en los que quedaron a medio leer, subrayados; una falta ominosa para cualquier doxógrafo; pero, como sabemos, siempre fue muy desafecto a lo material. Miro el escritorio, levanto el voluminoso libro como si fuera una biblia —Fiódor Dostoievski—. Quisiera que el trazo dejado por el lápiz me hable y que fuera su voz grave y elocuente: “Empieza tu obra, querido mío. ¿Ves nuestro sol, lo distingues? [Otra línea dice:] No tengas miedo de Él. Su majestad es terrible, tengo miedo, no me atrevo a mirar… su grandeza nos aplasta”. Y, más abajo, el tinte que se corre en un acto de gozo. “Bajó la escalinata sin detenerse. Su alma exaltada tenía sed de libertad de espacio. Sobre su cabeza el infinito, se extendía la bóveda celeste”. Cierro el libro, Los hermanos Karamazov, reflexiono sobre los renglones y me convenzo: ese fue tu pensamiento.

Me entregaron las cenizas en la Av. EE. UU, del distrito de Jesús María, eran las diez de la mañana. Es extraño visitar lo que alguna vez fue tu lugar de confort, el Hogar. Esperaba en la resolana que el auto último modelo apareciese para poder distinguir a la sobrina del poeta.

La sobrina de Oswaldo siempre llega puntual, es de una educación laica. Así que me dedico a ver cómo los coleópteros revolotean cuando riegan los espacios verdes. Es inquietante esperar tanto por una caja de madera que evoca a las cajas ayacuchanas de San Marcos, a los retablos.

Al llegar me hizo pasar a su oficina, el ambiente siempre fue algo escalofriante e irreal cuando se trataba de cosas delicadas y algún familiar tenía que inmiscuirse en los asuntos de un vate. Me dijo: “José, tienes que cumplir el último deseo de Oswaldo. Sus cenizas tienen que esparcirse en el Misti... espero que no explote”, y soltó una risa lisonjera.

En ese tema siempre hubo mucha discusión en las sobremesas. A mi juicio, Oswaldo fue un intelectual contracorriente por excelencia, un Sócrates. Y por eso permito ocurrírseme cuando el Sócrates griego dijo al morir. “Critón, debemos un gallo a Asclepio; pagádselo y no lo descuidéis”. Esto me trae a mencionar una tertulia, luego de un solterito arequipeño, especialidad de la casa, sobre Leopoldo Clarín que titula El gallo de Sócrates, que versa sobre el maestro y los discípulos.

Al verla tan decidida a cumplir su voluntad, me pregunté lo mismo: ¿No será también una pequeña venganza de Oswaldo, para quien la estima era insuficiente y más que la vida se le debía?

La sobrina sigue hablando no sé de qué, solo intento no parecer indiferente, era una garza en el ocaso al entregarme las cenizas.

Los Inocentes y En Octubre no hay milagros son consideradas clave para la literatura peruana contemporánea. Foto: La República.

Acordada la fecha, hice los preparativos. Partí primero por tierra al país lejano llamado Arequipa, el viaje es algo que todos deberían ver, los paisajes son para guardar en el tesoro del tiempo. Los Andes se entremezclan con el océano y de repente ves al gigante Coropuna.

Venía inquieto dentro del ómnibus, sentí las cenizas como si fuera el discípulo de Zaratustra, un cadáver. Alguien que está en tránsito intermedio a otro plano de existencia, en la lectura de aquella tradición.

En mi creencia andina, Oswaldo aún está a mi lado, su kamaq está aquí, como en una caja San Marcos, existiendo, pidiendo que lo llevara al lugar sagrado.

Es las diez de la noche y por fin pude comprar los pasajes en vuelo nacional, sinceramente era la primera vez que viajaba en avión (más por pavor), esa sensación extraña al despegar, un pequeño vértigo que te dice que un humano no debe volar.

Para este tiempo ya había cambiado de rubro, de dictar clases y hacer los retablos —ahora los hago solo por pedido exclusivo—. Me volví un asesino, una mie***, vendí mi alma al mismo Supay (diablo) porque me dedicaba a hacer trading/chartista en criptomonedas (BTC/USDT) lo que quiere decir: comprar mie*** para sacar beneficio y luego vender para recuperar tu capital —o a la inversa—. Es ahí cuando entiendo a los adoradores, como lo son: al dinero, a la religión, entre otras bellaquerías. Sí, esos, los fanáticos, por eso los vomito. Oswaldo les escupía en sus rincones y en su libro Estancias en el infierno.

Bajé del avión para dirigirme a la casa de mi hermana que está casada con un loncco (típico arequipeño) alto, colorado y campechano. El plan en papeles era simple, el recorrido sería un día antes del cumpleaños de Oswaldo Reynoso; por eso, con tres días de anticipación me hospedé con mi familia. Llamé a los amigos, aquellos que están en las buenas y las malas. Al círculo pequeño de Oswaldo, Roberto Reyes Tarazona, por teléfono, me dijo que en voluntad me acompañaba. Lo mismo que Julio Heredia, Maynor Freire, Miguel Ángel, Rilo, entre otros ausentes. Conversé con Maceira y Eugenio Vidal; ambos no estaban en las condiciones físicas para hacer el recorrido. Se ofreció voluntariamente el periodista de Arequipa Elmer Mamani, pero su jefe no dio las facilidades y no pudo acompañarme.

Arequipa como Huamanga, despierta muy de mañana, el cielo azul, su aliento fresco sereno. Las luces emergen. El día daba inicio, me dirigí al punto de reunión en donde la camioneta me esperaba para llevarme al Apu. Llegó Edilfonso Cáceres en representación de la familia Reynoso, para despedir y desear un buen ascenso.

Dentro de la camioneta me percaté de que mis acompañantes eran un brasileño, un francés, un islandés y un peruano. En la inquietud y el silencio pregunté al peruano por su trayectoria en ascensos a montañas. Sin duda, era un versado en el tema. Pero él no era el guía, eso lo dijo al final. Nos dirigíamos a recoger al guía que nos esperaba fuera de la ciudad.

Los Inocentes y En Octubre no hay milagros son consideradas clave para la literatura peruana contemporánea. Foto: La República.

El aspecto de la persona que nos llevaría hasta la cima era típicamente un chimaycha (artesano que vende sus productos en lugares turísticos) de cabello largo, perfil aguileño, dorado por el sol y las mezclas de sus genes. Sí, casi igual a mí, solo que él era de Cusco y yo de Ayacucho.

Éramos cinco personas que partimos desde las faldas del Misti, traté de identificar si era un Apu macho o hembra, porque con cada uno de ellos hay que tener un cuidado diferente. En Huamanga hay dos que se miran en la eternidad, el Docto Acuchimay, en el cual crecí; y la Picota que es hembra, al cual las abuelas de antaño le rinden culto ofreciéndole frutos frescos, panes y plegarias.

El guía se llamaba Juan Wilca. Mi portugués es muy básico y nunca me agradó el francés. La caminata la inicié al lado de Juan. El equipo que se lleva es aproximadamente de diez kilos, más las cenizas, sumaba dieciséis kilos. El primer tramo lo iniciamos a las ocho de la mañana, tenía muchas preguntas que hacerle a mi interlocutor y pocas respuestas que darle si es que había alguna que me hiciera.

El ascenso estuvo marcado por una pequeña distancia entre él y yo, que quebranté cuando me explicaba sobre las innumerables plantas y flores que veíamos en el recorrido, haciéndome notar sus facultades para leer la naturaleza. Lejos quedaba la ciudad, comprendí que estábamos a merced de él y los destinos que nos marcara el Apu. Para este momento me di cuenta que en efecto el Misti era macho y por derivación presto de brío para ayudar y curar.

Para dar respuesta al conocimiento que me estaba ofreciendo, de nuestros pueblos, le supe decir que aquella flor que estábamos viendo en repetidas ocasiones en las quebradas, decidió no irse en una gran sequía, cuando todas las plantas y animales se retiraban por la falta de agua. Ella decidió quedarse diciendo: “cómo voy a dejar a mis hijos sin sustento” y, en efecto no se marchó, fue alimento cuando aconteció una gran hambruna.

Me observó con otros ojos, y me extendió un poco de hoja de coca diciéndome “Es para que tengas más fuerza y cada vez que subamos no te duela tu uma (cabeza)”.

Extrayendo los líquidos encerrados de la hoja sagrada, rumiaba algunas ideas, ¿acaso tendría que decirle que llevo en los hombros a Oswaldo Reynoso, mi familia? Y sus discípulos, ¿dónde están? ¿Qué ha sido de todos aquellos que lo buscaron como a Sócrates para consejo de sus propias obras, para aprender el oficio delicado y sagrado de la escritura, como llamando a su escuela, fundada por los grandes transmisores del conocimiento? Será larga la lista de los discípulos ausentes, eso sin duda. Alguien te negará como a Cristo, al que niegas como divino, pero afirmas como filósofo.

El ascenso es complicado porque tienes que caminar por ángulos que son de 45 grados, laderas de arena, tierra, rocas y siempre se está al lado de un precipicio del cual es poco probable que salgas ileso. Seguíamos la ruta que tenía en mente el guía, ahora parecía más callado de lo normal. En el camino vimos a otros que ascendían, de nacionalidad francesa, quizá porque están acostumbrados a subir los Alpes.

El sol marcaba casi el mediodía. Juan siempre nos alentaba diciendo que estábamos cerca pero recién a las dos de la tarde llegamos al campamento de las Águilas, que tenía una altura de 4500 m.s.n.m. Nos dispusimos a hacer las carpas y descansar. Noté que el islandés, en el trayecto, comía mantequilla como si fuera pan; y yo seguía rumiando mi hoja de coca. A esa altitud, lejos de todo, se contempla la inmensidad de la naturaleza.

Agradecido fui donde Juan a preguntarle un poco más. Estábamos haciendo la fogata para cocer los alimentos, nos encontramos solos de nuevo. “Tú también eres de mi creencia, te reconozco y te haré un favor, vamos a ver lo que dice la hoja de coca”.

Recordado escritor Oswaldo Reynoso cuyo libro póstumo "Capricho en azul" está en oferta.

La lectura de la hoja es algo que pocos pueden hacer con certeza, pues está reservado para personas con dones especiales. Sacó de su pisca otras hojas que no eran para chacchar. “Alguien está partiendo y otro vendrá”. Lo noté algo preocupado. “Es tiempo, parece, es tiempo de cambios, no sé quién seas, pero prepárate”. Quise indagar, pero entendí. En la lectura que se hacen en los oráculos siempre hay más de lo que se dice, mejor no preguntar.

A esa altitud, la digestión es muy lenta, el enrarecimiento del aire se siente a cada momento; pero el consuelo llega en la noche, luego de hidratarnos, y estar descansados, la vista del cielo es tan espectacular que es intransmisible en palabras. Es quizá lo más cerca que estaré del espacio. Los colores mienten, eso lo sé, pero mis sentidos me decían que aquello era real y sagrado.

Buscaba a la Luna y no aparecía, solo estaba la infinidad de estrellas que iluminaban el firmamento. La ciudad a lo lejos era un triste resplandor, una mala imitación de aquellas casas que iluminan el cielo. Me sentí un hombre antiguo, frágil y asombrado.

A las dos de la mañana nos despertó Juan pidiéndonos que solo lleváramos lo esencial en la mochila, nos explicaba el recorrido. Él encabezaba la ruta y aquellos que no pudiesen resistir el trayecto, volvieran sus pasos con mucho cuidado. Pasamos una cruz del camino que estaba a veinte minutos del campamento, el cual marcaba la ruta de regreso.

Caminar solo con linternas en la cabeza, me hizo pensar que estábamos en una gruta porque las nubes de vez en cuando dejaban entrever la luz de las estrellas; pero las linternas eran todo entre el Apu, la subida y un accidente. Este es el último trayecto para despedirnos, Oswaldo.

Foto: Captura

Seguíamos rumbo al cráter del Misti, pero a medio camino (cuatro de la mañana) comencé a reflexionar. Ellos no te conocían y esta despedida era privada, le dije a Juan Wilca. “Volveré mis pasos”, pero en vez de irme al campamento, busqué una ruta alterna por las laderas del Misti, una entrada al Apu. Tanteé con el bastón, probando aquí, un poco más lejos, así hasta que por fin encontré la entrada donde se hundió hasta casi el mango. Con las manos desnudas cavé hasta obtener un pequeño socavón, saqué las cenizas y las deposité. Testigo era la Luna que se asomaba con cierta tristeza.

Comencé una plegaria: “Recibe a tu hijo, al cual viste crecer Docto Misti”. Cada vez que se cerraba la boca del volcán, recitaba como un mantra.

Tayta Sullanka, Tayta Sullanka,

Padre Sullanka, padre Sullanka

Sumaq tukuyrikuy

El que todo lo ve bello

Orqokunalla, willanarikuy.

Montañas del universo, anunciáos.

Wayra ichullay, chiwiwiwiruy.

Paja agitada por el viento, grita.

Nakar sintallay, chutarikamuy

Cinta de nácar, estírate hasta aquí.

Oswaldo Reynoso ahora es parte del Misti y con él reside el destino de Arequipa.

Nota de redacción: Este texto ha sido publicado de manera íntegra a pedido del autor. Solo se han agregado asteriscos en dos palabras.

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