Por: Hildebrando Pérez Grande
En los duros, pero combativos años 70, la Banda de los Cuatro que animaba la revista de poesía Hipócrita Lector, de rato en rato se regalaba una pequeña tregua. Un día sí y al siguiente también, aterrizaba en las playas de Barranco con mucha adrenalina entre las manos. En mi memoria gastada por el tiempo y a la que me aferro como un náufrago se resisten a desaparecer algunas imágenes electrizantes que hoy evoco con una delectación sospechosa.
Aún veo a Carlos Garayar, en el aire, burlándose de las leyes físicas y de mi asombro, salvando, a mano cambiada, un inminente gol en contra de nuestro equipo; y quien corre sobre la arena con la pelota escondida con clase y picardía, es Elqui Burgos, nuestro crédito imparable, quien, en tardes que también sin piedad se llevó la mar que estaba serena, demostró a todos por qué había llegado a figurar en la plana titular del “Mariscal Sucre”; y casi ya en color sepia veo a Marco Martos, fogueado en los potreros de la mangachería, defendiendo su zona más con machete que con elegancia: o pasaba la bola o pasaba el jugador, pero los dos, nunca.
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A este equipo que era alentado hasta el delirio por algunas muchachas en flor, quisimos incorporar a Edgardo Rivera Martínez, para ese entonces flamante vecino de la Quebrada de Armendáriz, en donde restañaba sus heridas y sus duelos y avizoraba el futuro con mucha esperanza. Lo probamos en el arco, en la defensa, en la delantera, incluso, para que se luzca, como puntero mentiroso.
Sin embargo, nuestro amigo no daba fuego. Sus apreciados apus andinos no le habían regalado esos dones, no tenía el talento que requería nuestro aguerrido equipo. En todo caso, nos conmovía su pundonor, su entrega generosa, su derroche y coraje para levantarse ante el golpe artero de algún jugador que no sabía que el caído en la arena era el notable autor de relatos impresionantes como “Unicornio”, “Amaru”, “El ángel de Ocongate”, y un excelente profesor sanmarquino que derrochaba sapiencia y criterio a raudales en sus clases y un entrañable amigo (y, en mi caso, un paisano del valle del Mantaro).
Después de ganar o perder en las pichangas donde nos jugábamos la vida, venía un río de aguas generosas o el aguardiente para celebrar la victoria o cerrar el duelo por alguna derrota inesperada, y rematábamos la tarde con una ardiente picaronada. Y en esa cancha, en la conversa, Edgardo brillaba como nadie por su discurrir lleno de lirismo y sabiduría. Jugadas de lujo, de fantasía, las palabras no tenían secretos para él, y el realismo mágico se instala entre nosotros gracias a su versatilidad. Inolvidables son las descripciones de los paisajes que había visto en sus viajes fascinantes, increíbles nos parecían sus insólitos descubrimientos bibliográficos, y nos contagiaba su gusto por la música y la fotografía. Con qué deleite, pues, disfrutábamos de su temprana y contundente maestría.
Cierto día terminaron estos placeres marinos para Edgardo, no para nosotros “los hipócritas fútbol club”. Y lo recuerdo nítidamente: después de un ardoroso encuentro, mismos reyes rojos egurenianos, celebrábamos el crepúsculo metidos mar adentro, saliendo a voluntad con las olas una y otra vez, hasta que en un determinado momento nos dimos cuenta de que Edgardo había desaparecido del horizonte. Lo buscamos un buen rato entre las olas que rompían con furor, cada vez con mayor temor. Después de algunos minutos de incertidumbre, felizmente, en la playa, muy lejos de nosotros, vimos que alguien, con una mano en el aire y la otra sujetándose el alma, nos hacía gestos cordiales. No sabíamos si nos saludaba o nos decía adiós, para siempre. Nuestro amigo había sido arrastrado a la mala por una furiosa ola barranquina. Cuentan quienes lo vieron en ese instante que les parecía que era un ángel que arribaba del más allá, coronado de algas y caracolas y una que otra estrella de mar.
Ahora, en estos tiempos oscuros, cada vez que voy a la playa, cuando ya ha caído la tarde, veo nuevamente a Edgardo Rivera Martínez, despidiéndose de mí, con ese entrañable gesto suyo lleno de cortesía y amistad.
Y al compás de las olas que revientan sobre las piedras lizas de nuestro litoral, a manera de consuelo entro al mundo de los amarus y unicornios que tan bien recreara Edgardo en sus espléndidas páginas, como diciendo vallejianamente: “Melancolía, saca tu dulce pico ya”.
Novelas, cuentos, poemas, retratos, paisajes, marinas y relatos de viajero, sin olvidar sus artículos culturales en La República, constituyen su legado imprescindible para explicarnos el derrotero de nuestra literatura. Su obra literaria es la celebración de una irrefrenable vocación incluyente, como si en su estrategia de escritor pusiese atención a los diversos universos culturales que pueblan nuestro país. La prosa suave y cadenciosa con la que nos envuelve no es monocorde: se atempera más bien a cada situación que verbaliza con mucha soltura. Los sorpresivos giros idiomáticos, las pausas, las sugerencias, los silencios, la dicción flexible y armoniosa testimonian su notable arte de narrar.
En la época fundacional de nuestra literatura posthispánica, ya con la lengua y la gramática y el imaginario que nos legara Europa, le escuchamos decir al Inca Garcilaso de la Vega, cristalizando nuestro mestizaje cultural, esta suerte de confidencia en alta voz: “Porque de ambas naciones tengo prendas”. De igual manera podría haber dicho Edgardo Rivera Martínez considerando los vasos comunicantes que logró conectar entre el mundo andino y el mundo europeo, así como también en su escritura en donde la tradición y logros de la vanguardia se entremezclan con fortuna.
Me reconforta saber que mañana, cuando baje de nuevo a la playa, veré a mi amigo, radiante y eterno, diciéndome, como el héroe de País de Jauja: “Brilla el sol y el aire es límpido, clarísimo”, forever.
Rescate. Además de escritor, Egardo Rivera Martínez fue un agudo crítico literario e investigador. Sería oportuno que se publique El paisaje en la poesía de César Vallejo, tesis presentada en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, en 1960.