René Gastelumendi. Autor de contenidos y de las últimas noticias del diario La República. Experiencia como redactor en varias temáticas y secciones sobre noticias de hoy en Perú y el mundo.
Existe un prejuicio clasista, tallado en piedra en la Lima “VIP”, que reza así: el pobre vota mal porque es ignorante, mientras que nosotros votamos bien porque "entendemos el mundo", llegando incluso a pregonar que es inaceptable que todos los votos valgan lo mismo. Sin embargo, la realidad nos ha dado una bofetada de humildad: la ingenuidad política es el recurso más democrático que tenemos. Está equitativamente repartida entre el mototaxi y el Porsche Cayenne.
El fenómeno es de un paralelismo escalofriante. Por un lado, tuvimos a Pedro Castillo, disfrazado de "humilde profesor heroico", cuyo único recurso retórico fue gritar "¡Ricos, ricos, no más pobres en un país rico!", arrogarse la representación del Perú postergado, manipularlo y luego culpar a otros de su inoperancia, golpismo y corrupción. Por el otro lado, la élite limeña ha encontrado a su propio mesías en Rafael López Aliaga, quien presume de ser un "empresario millonario y exitoso", pero cuya muletilla es idéntica: gritar "¡Caviares, caviares, malditos caviares!" cada vez que necesita una excusa mántrica.
Pero donde la hipocresía alcanza niveles de antología es en la valoración estética. Recordemos el rubor colectivo, ese grito de "¡Qué vergüenza internacional!" que recorría los chats AB cada vez que Castillo tomaba un micrófono en la OEA o en Palacio y masacraba la sintaxis. Sentían que su sombrero, sus balbuceos y su incapacidad para conectar sujeto y predicado nos humillaban ante el mundo.
Sin embargo, curiosamente, ese filtro de exigencia desaparece con su propio caudillo salvador. Cuando López Aliaga balbucea inconexiones en los atriles, se traba en su propia lectura, respira con dificultad o lanza frases sin sentido lógico, la élite no siente vergüenza; siente "autenticidad" y “estilo”. La dislalia del profesor era vista como prueba de ignorancia supina; la del empresario es traducida mágicamente como "pasión gerencial". Tienen el cuajo de burlarse de cómo hablaba uno, mientras aplauden el mismo atropello lingüístico del otro.
Y en el centro de este balbuceo compartido están los fetiches vacíos. Castillo vendía la "Asamblea Constituyente" como la lámpara de Aladino. López Aliaga vendió "Lima Potencia Mundial". Deténganse un segundo en esa frase. ¿Qué significa realmente convertir a una ciudad desértica y sin agua en "potencia mundial"? Nada. Es un absurdo técnico, tan fantasioso como los "14 aeropuertos internacionales" o los “drones que explotan”. La "potencia mundial" fue la "Asamblea Constituyente" de la derecha extrema: un placebo sonoro para una tribu que también quiere creer en milagros.
La gestión cierra el círculo del parecido. Mientras nos indignábamos de cómo Castillo llenaba los ministerios con sus paisanos, la DBA calla cuando su hasta hace poco alcalde copó el municipio con sus socios. En ambos casos, el botín es el Estado; solo cambia el apellido del comensal.
El limeño “tradicional” y los aspirantes se sienten superiores, creyendo que su voto es racional, cuando en realidad es tan emocional como el del comunero “ignorante”. La demagogia no pide certificado de estudios ni estado bancario; es una droga que se adapta al cliente. Al final del día, todos estamos aplaudiendo la misma estafa.

René Gastelumendi. Autor de contenidos y de las últimas noticias del diario La República. Experiencia como redactor en varias temáticas y secciones sobre noticias de hoy en Perú y el mundo.