La inconsistencia democrática

Para superar la crisis, los peruanos deben elevar el debate público desde el respeto a la democracia y lo que ella implica, sobre todo, en momentos complejos.

La última década ha sido, para el Perú, una secuencia concatenada de inestabilidad política. Desde 2016, la sucesión casi coreográfica de renuncias presidenciales, vacancias exprés, cierres de Congreso y crisis ministeriales ha convertido lo que debió suponerse como excepcionalidad en norma. La política peruana ha pasado de ser un campo de competencia institucional a un espacio de abuso de la ley permanente.

Los datos de Latinobarómetro 2023 no hacen sino confirmar esta intuición colectiva. Apenas el 51% de ciudadanos declara preferir la democracia, mientras solo 19% se dice satisfecho con su funcionamiento. Se trata del registro más bajo en casi dos décadas de mediciones continuas.

Peor aún, el 44% tolera la idea de un golpe ejecutivo. No es casual, tampoco, que dos tercios de la población perciban que las libertades políticas se han visto constreñidas. La erosión no es únicamente institucional, sino también emocional y cultural.

En ese ecosistema de desafección, la polarización encuentra terreno fértil. La desconfianza hacia partidos, Congreso y élites políticas ha debilitado el sentido de comunidad democrática, reemplazándolo por una lógica tribal donde la lealtad al grupo con incentivos de corto plazo personalistas pesa más que las reglas del juego y los objetivos de largo plazo (también llamadas perspectivas de Estado).

En ese sentido, el país ha entrado en un ciclo en el que los valores democráticos se adhieren y se abandonan según la coyuntura. Así, quienes reivindican el autogolpe de 1992 descalifican sin matices el intento golpista de Pedro Castillo; y quienes minimizan las responsabilidades de Castillo evocan 1992 como la encarnación misma de la infamia autoritaria. El principio es intercambiable, ya que lo único estable es la trinchera.

Esta inconsistencia es el síntoma más visible de una cultura democrática debilitada. Cuando el régimen democrático deja de ser un fin y se convierte en un medio, su defensa se vuelve arbitraria. Y esa selectividad incoherente, en democracias debilitadas, es la antesala del autoritarismo.

La reconstrucción de una cultura democrática, que no relativice golpismos, que no tolere atajos institucionales, que distinga entre adversarios y enemigos, requiere una ciudadanía que, lejos de reproducir la lógica de la polarización, recupere la centralidad del consenso mínimo: el compromiso con las reglas, incluso cuando resulten incómodas.

La inconsistencia democrática, en un año electoral, debe plantear la pregunta decisiva para el Perú, que no es solo quién gobernará, sino qué tipo de ciudadanía quiere ser.