Director Ejecutivo de Proética, Capítulo Peruano de Transparencia Internacional. Sociólogo. Máster en Gestión de Políticas Públicas por la UAB. Ex...
El REINFO no desfallece, por la misma razón que la impunidad tampoco. Aunque nuestros políticos saben que con su sobrevivencia salvan la criminalidad una vez más, se llenan la boca de pretextos y promesas de su cese, pero, como decía Vallejo, “el cadáver, ay, siguió muriendo”.
El país ya no aguanta un Estado tan invisible.
Para los que suelen vociferar que hay que tener menos Estado, podría ser un sano ejercicio que evalúen lo que un Estado débil, ausente y quebrado le hace a un país: el poder sin uso se drena hacia las tuberías de quienes se hacen del poder real. Allí donde el Estado ha perdido terreno, gobiernan hoy las economías ilegales, el oro extraído clandestinamente, la cocaína, la tala desmedida y el contrabando. No es un escenario marginal, no es un retrato episódico de un delito de paso: es una fuerza motora que ya no solo se protege de la ley gracias al imperio de la corrupción que compra, sino que escala a los escaños, asesora a las autoridades y, en unos meses más, postulará al voto popular para hacerse del poder político. El crimen organizado, el sicariato, la delincuencia y la extorsión no acechan desde la periferia: han colonizado partes centrales del tejido institucional, político y económico del país desde el corazón de sus debilidades. Estamos ya ante otro Perú.
Un análisis del Instituto de Criminología y Estudios sobre la Violencia (ICEV), en alianza con la Asociación Empresarios por la Integridad, estima que las principales economías ilícitas del Perú generan US$ 7.489 millones al año, lo que equivale a más del 2,7% del PBI nacional. De ese monto, US$ 4.619 millones provendrían del oro ilegal, US$ 2.192 millones de la cocaína, y también se incluyen flujos por contrabando y madera ilegal.
Hasta 1,4 millones de personas —el 8,6% de la Población Económicamente Activa— estarían vinculadas directa o indirectamente a estas economías ilegales. Eso no es un mercado marginal ni oculto: es una economía paralela que palpita en el territorio nacional y que nutre, además, dinámicas locales, comercios de lo cotidiano y sustentos familiares. La población que sucumbe frente a la insanía de la violencia criminal es la misma que necesita muchas veces de esa economía ilegal para sostener su economía familiar.
Y lo que es contundente: el fenómeno de lo criminal no puede sostenerse sin la protección de la corrupción. No solo compran controles aduaneros, policiales o judiciales; también penetran campañas electorales, infiltran partidos y ejercen influencia a través de donaciones, empresas pantalla o intermediarios locales.
Mientras estas economías crecen, el presupuesto del Estado para contrarrestarlas no acompaña en proporción la defensa frente a esa amenaza. En el 2025, se redujo el presupuesto para formalizar la minería ilegal a apenas S/ 15,4 millones. Esa caída no es una falla técnica, es el dolo político que le deja el camino libre al crimen para expandirse en territorios donde el Estado ha optado por no estar presente.
La corrupción, entonces, ya no es solo una “filtración” del sistema. Es el sostén que permite la impunidad. Estas redes ilícitas pagan para que no haya controles rigurosos, para que sus operaciones no sean investigadas, para asegurarse jueces complacientes o autoridades locales alineadas a sus intereses. Matan a quienes defienden o alertan estos hechos: periodistas, defensores ambientales, líderes locales y de poblaciones indígenas. Reinan desde la impunidad que se han fabricado alrededor.
Y si el Estado ha retrocedido, lo han hecho otros actores. En muchas comunidades —sobre todo en zonas rurales, amazónicas o mineras— los grupos criminales han copado el poder local. No solo controlan la extracción ilegal: ofrecen empleo, imponen “normas”, brindan protección de facto. En esos lugares, el crimen no es solo negocio: se ha convertido en poder territorial.
Esta dinámica tiene consecuencias profundas. No hablamos solo de dinero mal habido, sino de una anomalía democrática: si los delincuentes necesitan corromper para existir, y corrompen para existir, se crea un ciclo de retroalimentación perversa. Sus intereses terminan moldeando política, regulación e instituciones. Y mientras tanto, no solo pasean enfrente nuestro su oro manchado y sus rutas de cocaína, sino que conectan macabramente esos delitos con vulneraciones de derechos como la trata de personas, la prostitución infantil y otros tráficos de inhumanidad.
Pongámosles los reflectores que permitan identificar y monitorear esos puntos críticos en las cadenas de “valor” del crimen: dragas en la minería ilegal, pistas clandestinas para el tráfico de drogas, insumos químicos, puntos de procesamiento. Intervenir esos eslabones clave no solo encarece el negocio criminal, sino que lo vuelve menos sostenible. Y no hablamos de soluciones aisladas. Se necesitan reformas integrales. Se requiere un sistema de integridad robusto, verdaderas sanciones a la corrupción y una transparencia radical en el financiamiento político que devel e qué grupos de interés sostienen con su capital y su voto a las organizaciones que han hecho de lo ilegal su campaña proselitista.
Una encuesta de Ipsos revela que un 78% de peruanos cree que las economías criminales influirán en las elecciones de 2026. ¿Permitiremos entonces que el crimen organizado ponga su símbolo y su número en la cédula, y se haga del poder usando la misma democracia que socavan?
El Estado no puede seguir siendo rehén de sus ausencias. Es hora de reconstruir desde abajo y desde adentro: fortalecer la justicia, profesionalizar la policía, abrirnos a la rendición de cuentas real y dotar a las comunidades de circuitos y trayectorias económicas saludables y verdaderamente efectivas para su bienestar y seguridad. No podemos permitir que los delincuentes sigan saliéndose con la suya con ese tamaño de tan atrevida impunidad. A contener su avance con nuestro voto consciente, a rescatar el gobierno de los territorios con nuestro ejercicio ciudadano. A reconquistar las instituciones para los ciudadanos.

Director Ejecutivo de Proética, Capítulo Peruano de Transparencia Internacional. Sociólogo. Máster en Gestión de Políticas Públicas por la UAB. Ex viceministro de Educación y ex directivo público. Presidente del Instituto para la Sociedad de la Información. Docente en la Escuela de Gobierno y Políticas Públicas de la PUCP y en la UARM. Creo en la urgente recuperación de la democracia, un Estado de Bienestar para todos, la Educación como derecho y la República de iguales. El poder de la palabra y el diálogo puede reconstruir nuestra columna vertebral.