Director Ejecutivo de Proética, Capítulo Peruano de Transparencia Internacional. Sociólogo. Máster en Gestión de Políticas Públicas por la UAB. Ex...
- ¿Los peruanos somos corruptos? -
Flota siempre una idea peligrosa en el país: la de que merecemos lo que nos pasa. Que la corrupción es parte de nuestra manera de ser, que nacimos con esa marca, que es “cultural”, que así somos. Esa idea no solo es francamente equivocada: es venenosa.
“No denuncio porque no sirve de nada”. “No me parece aceptable coimear, pero si me da una ventaja, lo haré sin pensarlo dos veces”. “No creo que la corrupción disminuya en los próximos años, no hay solución”. “Quisiera autoridades honestas, pero voto por el mismo político de siempre”.
Lo paradójico de resignarnos a creer que así somos es que un país que deja de creer en sí mismo le regala el futuro a los que sí usan la corrupción para sus ventajas personales a costa del progreso de todos.
La XIII Encuesta Nacional de Percepciones de la Corrupción que presentó Proética ofrece una oportunidad: conocer qué pensamos para hacer de la acción una agenda.
Los datos revelan que la corrupción continúa consolidándose como uno de los principales problemas del país, a la par de la inseguridad y la delincuencia. El 88% de los peruanos considera que ha aumentado en los últimos cinco años y el 81% cree que seguirá igual o empeorará.
La corrupción ya no se percibe como un problema distante, como una práctica asociada únicamente a políticos, burócratas o élites. Ocho de cada diez personas encuestadas afirman que la corrupción afecta directamente su vida diaria. Esa cercanía tiene que ser entendida como un giro importantísimo: la corrupción se ha convertido en una agresión directa a los derechos, al acceso a servicios esenciales y a las oportunidades que sostienen la vida en sociedad.
El 42% de los encuestados señala que la corrupción erosiona su confianza en el Estado y en sus instituciones, mientras que un 39% la vincula con la mala calidad de servicios tan urgentes como la salud y la educación. Esto marca una transformación decisiva: la gente ya no está hablando solamente de pérdidas económicas o dinero malgastado, sino de un impacto que limita su desarrollo personal, debilita la igualdad de oportunidades y se lleva consigo la democracia, las instituciones y la protección que el acuerdo social de toda república debe asegurar en sus ciudadanos.
Los resultados confirman también la gravísima crisis de legitimidad institucional. El Congreso vuelve a aparecer como la institución percibida como más corrupta (85%). No es un sobresalto momentáneo: es una tendencia instalada. Le siguen el Ministerio Público (35%), el Gobierno (33%), el Poder Judicial (33%) y la Policía Nacional (27%). La fotografía muestra un Estado que carece de referentes sólidos y, por ende, tiene enormes dificultades para liderar cualquier proceso de reforma. Pero la contradicción se vuelve aún más aguda cuando observamos que los ciudadanos esperan que esas mismas instituciones —precisamente las que consideran más corruptas— lideren la lucha contra el problema. El 45% señala al Congreso, el 32% a la Policía, el 30% al Gobierno. En cambio, instituciones especialmente diseñadas expresamente para proteger la integridad pública, como la Defensoría del Pueblo (17%) o la Contraloría (14%), quedan rezagadas en expectativas. Eso revela, una vez más, un país que busca liderazgo en los lugares donde menos lo encuentra. ¿Y si es lo leemos como una oportunidad ad portas de elegir a las autoridades del país?
Entre los datos más inquietantes —y a la vez más reveladores— aparece un viejo fantasma: la idea de que los peruanos somos corruptos “por naturaleza”. Aunque el 64% de los encuestados cree que sus compatriotas son corruptos (a comparación de un 78% que lo pensaba así el 2022), el 89% se considera honesto. Esta brecha no solo muestra una distancia entre la autopercepción y la percepción colectiva; también sugiere que la narrativa del “peruano corrupto” es una explicación cómoda pero falaz.
Esa narrativa nos paraliza. Sirve para justificar, para normalizar, para evadir responsabilidad. Y es justamente esa idea la que tenemos que dejar atrás. La corrupción no es un rasgo cultural inscrito en la identidad nacional, sino el resultado de un sistema de impunidad, desigualdad, instituciones débiles y prácticas toleradas durante demasiado tiempo. Cuando aceptamos la explicación culturalista, renunciamos a la posibilidad de cambio. Y aceptar la renuncia es, precisamente, lo que perpetúa la impunidad.
Podríamos quedarnos en la indignación, repetir que nada cambia, que la corrupción es parte del paisaje. Pero esa sería la respuesta más peligrosa. Lo que hoy sabemos —gracias a esta encuesta— no debería llevarnos a la resignación, sino a la acción. Entender cómo la ciudadanía percibe la corrupción es apenas el primer paso; lo verdaderamente decisivo viene ahora.Porque si hemos avanzado en comprender que la corrupción vulnera derechos, destruye servicios públicos y limita oportunidades, entonces el siguiente movimiento es asumir que sí podemos cambiar el rumbo. Abandonar el mito del peruano corrupto por naturaleza implica abrir espacio para una ciudadanía que exige, que participa, que deja de tolerar las pequeñas transacciones cotidianas que alimentan un sistema mayor.
Esto recién empieza: el verdadero reto empieza ahora. Exigir instituciones más sólidas, promover reformas que cierren espacios a la impunidad, fortalecer mecanismos de control y, sobre todo, recuperar la convicción de que la honestidad pública no es ingenuidad, sino la base mínima de una democracia que funciona. Y todo sabiendo que las reformas más nucleares de la nación suponen consensos políticos plurales e inmensos, anchos y propios, que toman su tiempo y exigen líderes nuevos, referentes de integridad y honestidad que al ciudadano le inspire seguir, escuchar y apoyar.
No necesitamos que la solución anticorrupción provenga de manuales técnicos sino de esos consensos políticos. La encuesta ya nos mostró dónde estamos. La tarea ahora es decidir hacia dónde queremos ir. Espacio cívico inmenso y con disposición a trabajar hay.
Y sí, la XIII Encuesta nos ha mostrado el tamaño del problema, pero no nos ha condenado a él.
Lo que define a un país no es lo que detecta, sino lo que decide hacer después. La acción empieza ahí, cuando la incomodidad deja de ser lamento y se convierte en decisión.
Rompamos el mito del “así somos” para empezar a contarnos el cuento del peruano que “siempre hemos sido”. No somos corruptos por naturaleza. Somos responsables por el

Director Ejecutivo de Proética, Capítulo Peruano de Transparencia Internacional. Sociólogo. Máster en Gestión de Políticas Públicas por la UAB. Ex viceministro de Educación y ex directivo público. Presidente del Instituto para la Sociedad de la Información. Docente en la Escuela de Gobierno y Políticas Públicas de la PUCP y en la UARM. Creo en la urgente recuperación de la democracia, un Estado de Bienestar para todos, la Educación como derecho y la República de iguales. El poder de la palabra y el diálogo puede reconstruir nuestra columna vertebral.