La tensión en la frontera entre Chile y Perú se ha convertido, otra vez, en un escenario donde la política electoral pretende imponerse sobre la dignidad humana.
En Chile, José Antonio Kast, líder del Partido Republicano, ha hecho de la migración el eje más estridente de su campaña presidencial. Su promesa de expulsar a todas las personas indocumentadas, junto con su advertencia de que “quedan (hoy) 102 días” para que abandonen el país, más que una política migratoria parece ser un dispositivo electoral diseñado para explotar el miedo y convertir a seres humanos en un problema que debe ser expectorado y no atendido.
Del otro lado del espectro político, la candidata Jeannette Jara, del Partido Comunista, también ha entrado en la disputa, lanzando llamados de “acción inmediata” y “soluciones concretas” para gestionar la salida ordenada de migrantes. Si bien su enfoque es menos hostil que el de Kast, no está libre del impulso de proyectar firmeza ante la ansiedad social que produce la inseguridad.
En Perú, el presidente José Jerí, sometido al pacto parlamentario autoritario que gobierna el país, decretó el estado de emergencia en Tacna y anunció el despliegue de militares para enfrentar lo que describe como una amenaza conjunta de migración irregular y criminalidad.
La militarización, sin embargo, no resuelve las causas profundas. Al contrario, solo lo desplaza de un lado al otro.
No obstante, en las fronteras entre el complejo fronterizo Santa Rosa y el paso Chacalluta, y los distritos aledaños por los que también fluye el tránsito migratorio, se vive una historia mucho más compleja. Allí conviven peruanos y chilenos que cruzan a diario por trabajo, comercio, atención médica o lazos familiares, además de la fuga de zonas de conflicto. A esa dinámica histórica ahora se suman venezolanos y haitianos que buscan escapar de los conflictos de sus países rumbo al sur.
Cerrar fronteras o militarizarlas para enviar mensajes políticos es profundamente irresponsable. Ninguna democracia seria ha resuelto un fenómeno migratorio apelando a la retórica del miedo. Al contrario, ha sido característica fundamental de regímenes dictatoriales que han dinamitado la libertad individual de sus miembros.
En ese sentido, lo único que se logra es deshumanizar a quienes ya están en una situación extrema y deteriorar la confianza entre los países vecinos.
Si las autoridades políticas o quienes buscan serlo quieren evitar tragedias en sus fronteras y los problemas públicos como la inseguridad, se debe reconocer que las fronteras no se “cierran” sino que se gestionan.