La disonancia ideológica, por Eliana Carlín

La lección crucial para los analistas es que la participación democrática no está en declive, sino que se ha transformado y expandido en nuevas dimensiones y canales.

La respuesta simple a la pregunta del título es NO. La decisión electoral es un proceso multidimensional donde interactúan valores personales, intuiciones morales, normas de ciudadanía y capacidad cognitiva. Se suele reducir el voto a una ecuación de acuerdo con la coyuntura de cada proceso electoral. En este caso, se reduciría a: economía + seguridad + posición frente al gobierno (rechazo o apoyo). Sin embargo, Atari et al. (2023) señalan que existe una suerte de “mapa moral” que moldea a su vez la concepción de democracia (Alves & Porto, 2022). Otro asunto importante a tener en cuenta es la disociación entre la ideología económica y la cultural. No existe una alineación perfecta como se suele construir en la doctrina política clásica. Hoy no es extraño que alguien apoye la redistribución a través de subsidios y, a la vez, rechace los derechos LGBTQ+. Estos perfiles híbridos suelen escapar de la mirada de analistas tradicionales.

El trabajo de Alves y Porto (2022) se centra precisamente en el desmantelamiento de este eje simplista. Los autores proponen que la ideología política debe medirse a través de dos factores distintos e independientes: la ideología económica y la ideología cultural. La primera se relaciona con temas de administración y política financiera gubernamental, mientras que la segunda se refiere a actitudes sobre la moralidad tradicional y las fronteras. Esta estructura bidimensional es clave porque demuestra la independencia relativa de ambos aspectos, lo que explica por qué muchos votantes no encajan en el clásico eje izquierda-derecha en el que se quiere hacer encajar al elector. Al desglosar el voto en estas dos dimensiones, se facilita la comprensión de las actitudes aparentemente paradójicas, como el apoyo a políticas de redistribución social con la defensa de posturas de moralidad conservadora.

A la complejidad del “qué” (la ideología) se suma la complejidad del “cómo” (la participación). Dalton (2008), en su análisis sobre la evolución de la ciudadanía, argumenta que estamos presenciando un cambio en las normas de ciudadanía. La tradicional “ciudadanía basada en el deber” —que valora el voto como una obligación cívica, la obediencia a la ley y la participación en actividades institucionalizadas— está dejando espacio a la emergente “ciudadanía comprometida”. Esta nueva norma, más asociada a los valores de autoexpresión, autonomía y activismo, impulsa a los ciudadanos a formas de acción más directas. Dalton señala que, si bien la participación electoral tradicional (deber) puede experimentar una erosión, esta es compensada por un aumento en la acción directa, el activismo en internet, el contacto con figuras políticas y las protestas (participación comprometida). Profundizar sobre estos aspectos requiere trabajo cualitativo situado en cada territorio.

El votante del siglo XXI es una figura híbrida que exige un análisis más sofisticado. Ya no basta con preguntar si es de izquierda o de derecha, sino si es un liberal cultural con una ideología económica conservadora, o viceversa. Del mismo modo, no podemos asumir que su única expresión política será a través del voto en las urnas (deber). Es probable que su verdadera influencia se manifieste en marchas en las calles y plazas, el boicot de consumo o la protesta digital.

La lección crucial para los analistas es que la participación democrática no está en declive, sino que se ha transformado y expandido en nuevas dimensiones y canales. Ignorar esta doble complejidad (ideológica y participativa) significa limitarnos a una superficialidad que no podemos permitirnos si queremos entender, en realidad, al ciudadano.