Los Juegos Bolivarianos, fundados en 1938, constituyen uno de los escenarios deportivos más antiguos y simbólicos de América Latina. A solo cinco días de la inauguración de la edición Ayacucho–Lima 2025, esa tradición se ve empañada por una realidad preocupante.
No son pocas las denuncias que alertan sobre infraestructuras inconclusas, recintos imposibles de utilizar, compromisos contractuales incumplidos y una comunicación pública desarticulada. El hecho de que gran parte de la población ayacuchana ignore que será sede de este magno evento no es un detalle menor. Se trata del síntoma principal de la improvisación.
En ese sentido, la gestión detrás de estos juegos constituye, sin matices, una vergüenza pública. Y lo es porque responde a una concatenación de decisiones deficientes, arrastradas desde el gobierno de Dina Boluarte y heredadas a la actual administración como una carga que ahora debe subsanarse, literalmente, contra el reloj.
Uno de los protagonistas de esta crisis es el gobernador regional de Ayacucho, Wilfredo Oscorima, cuya relevancia política durante los meses más convulsos del gobierno de Boluarte fue ampliamente documentada.
En los próximos días, cientos de deportistas provenientes de distintos países juzgarán no solo la calidad de los escenarios deportivos, sino también el desempeño de un régimen cuya conducción de la gestión pública ha sido debilitada desde sus cimientos desde el Congreso.
Sin embargo, pese a esta acumulación de falencias, el Perú sigue teniendo el deber de llevar adelante los Juegos Bolivarianos con la mayor dignidad institucional posible. En ese sentido, el compromiso del Estado no puede ser reducido a una simple logística de emergencia, ya que debe traducirse en una ejecución responsable y respetuosa de los atletas y de la ciudadanía.
Y, por supuesto, este esfuerzo no es incompatible con la vigilancia: la Contraloría debe ejercer un escrutinio riguroso, verificando que cada sol destinado a estos juegos haya sido empleado de manera honesta y eficiente.
La ejecución de este evento será, inevitablemente, una prueba más. No solo para los deportistas, sino también para el país. En la forma en que el Perú responda a este desafío, ante el mundo, pero sobre todo ante sí mismo, se jugará otro capítulo crucial de su credibilidad institucional para la realización de eventos futuros.