Exrector de la Universidad Nacional de Ingeniería - UNI
Durante siglos se nos enseñó que el mercado podía corregirlo todo. Adam Smith creía que la “mano invisible” guiaba el bienestar colectivo si cada uno perseguía su propio interés. Robert Solow, más adelante, sostuvo que el progreso tecnológico era la llave del crecimiento. Pero en el siglo XXI, esa fe ciega en el egoísmo racional se volvió insostenible. En un planeta con recursos finitos y desigualdades crecientes, la pregunta es inevitable: ¿puede el instinto de lucro seguir siendo la brújula del desarrollo humano?
El desarrollo no es una ecuación con una sola variable. No existe la “bala de plata” que resuelva todos los problemas. El desarrollo verdadero nace de un sistema interdependiente donde innovación, ética, valores y sostenibilidad dialogan. Hoy no basta con crecer: hay que saber para quién y a qué costo. El Producto Bruto Interno puede subir mientras se hunde la confianza social o se agotan los bosques. Por eso debemos redefinir el éxito: un buen negocio es aquel donde ganan las personas, las comunidades y la naturaleza, no solo los accionistas.
Las empresas B y las políticas basadas en criterios ESG (ambientales, sociales y de gobernanza) demuestran que la rentabilidad puede coexistir con el propósito. El nuevo liderazgo empresarial no se mide por cuánto extrae, sino por cuánto devuelve. La innovación sin ética amplía brechas; la innovación con propósito las cierra.
El Perú necesita este nuevo paradigma: pasar de una economía extractiva a una economía regenerativa; de un Estado que reacciona a uno que planifica; de una política que divide a una que construye. Como recuerda el Informe sobre Desarrollo Humano del PNUD 2025, “prosperar juntos es posible si actuamos, confiamos y conectamos caminos”. Esa es la verdadera modernidad: aquella que hace de la innovación un acto de justicia y del desarrollo un compromiso con la vida.