Si en algo podemos coincidir la mayoría de peruanos, fuera del repudio al pacto entre el Congreso y el Ejecutivo, es en el miedo que sentimos. Esto va desde algo tan sencillo como salir a la calle, hasta la visión de un futuro atravesado por la incertidumbre. Esta emoción paralizante no está ahí por casualidad. Pese a su mediocridad e incompetencia, quienes nos gobiernan (supuestamente), saben que el miedo es su herramienta de control más eficaz. En cierto modo es la única que tienen. Por eso medidas como la ley 32108, más conocida como la ley que favorece al crimen organizado, no son coincidencia ni tan solo conveniencia de quienes la promulgaron.
Es cierto: beneficia a muchos de los congresistas sobre quienes pesan diversas acusaciones, así como a los intereses mafiosos que representan en diversas actividades ilegales. Pero acaso lo medular es que la ley de marras contribuye a mantenernos asustados y, de ser posible, encerrados. El historiador norteamericano Christopher Lasch lo expresó con claridad: “El miedo suele engendrar totalitarismos.”
Tenemos miedo de ser asaltados o extorsionados, violadas o acosadas. Sabemos que la posibilidad de ser protegidos por las fuerzas del orden o amparados por el sistema de justicia son exiguas. Estamos librados a nuestra suerte y solo quienes tienen el raro privilegio de pagar protección pueden desplazarse con relativa tranquilidad. Para todos los demás, la calle es un lugar peligroso en donde ni siquiera la luz del día nos da sosiego. Por el contrario. Como me explicó un experto en temas de seguridad, cuando un motociclista me arrebató el celular a las 2 pm en la puerta de mi casa, eso se conoce como “riesgo de vereda”. A saber, como estás en la puerta de tu vivienda te relajas y te sientes (sentías) seguro.
Sin embargo, el miedo, decíamos líneas atrás, no se limita a la eventualidad de ser asaltados o extorsionados, incluso asesinados. Esos temores privados van de la mano con los sociales. Tememos que el Perú ya se haya precipitado en un abismo sin escapatoria. La presidenta Boluarte reapareció después de cien días ante la prensa, y reforzó esa impresión. Imitando al narcotraficante colombiano Pablo Escobar: cada vez que un periodista le hacía una pregunta incómoda, le pedía su nombre y lo apuntaba, repitiéndolo lentamente: Sal-va-dor. La maniobra de amedrentamiento era tosca, pero su intención era evidente: ten cuidado con lo que preguntas porque te puedes meter en graves problemas.
¿Ya no estamos en democracia? ¿Se terminó la libertad de prensa o expresión? Difícil decirlo con certeza, pero el mero hecho de que nos hagamos estas preguntas revela hacia donde nos dirigimos.
Este sistema de mantener a la gente paralizada debido al miedo promovido desde las tinieblas del Pacto, parecía imposible de derrotar. Las ejecuciones durante las protestas y la impunidad de los perpetradores, parecían haber logrado su cometido de mantener a la gente en estado de apatía estuporosa. Pero algo salió mal en ese plan de avance progresivo hacia el control totalitario de la población.
Desde hace algunos días la desesperación fue mayor que el miedo. La proliferación de las extorsiones, gracias a la triste y a la vez indignante ley 32108, encontró su punto de ebullición. Entonces la gente, no de manera organizada pero sí decidida, salió a la calle a protestar en diversas ciudades del país. Los universitarios, cuya voz de rebeldía se extrañaba, se enfrentaron a los matones en San Marcos y varias universidades se unieron a las marchas. Los sanmarquinos dieron un golpe simbólico a la autocracia, recuperando la icónica Plaza San Martín. Desde entonces pareciera que estamos entrando en un nuevo ciclo político-afectivo. La gente tiene claro que los hampones no solo están en las calles, sino en puestos clave del Gobierno. Más aún, parecen haber entendido que la mayor extorsión es la que viene del poder político
Los capos de la política calcularon mal el coeficiente entre el miedo, el control y las condiciones insostenibles de vida de las mayorías. En esas coordenadas, mantener a un ministro del Interior tan inservible como Santiváñez, es cada día más costoso. Para Dina Boluarte esta situación debe ser un quebradero de cabeza que ningún cirujano plástico podrá remendar. Al parecer no puede deshacerse de Santiváñez -Cerrón quizás sepa porqué- pero mantenerlo en el cargo subleva a la población.
En otras palabras, el miedo está cambiando de lado. No es que la gente haya dejado de estar atemorizada, pues la situación es cada día peor. Es ese deterioro, esa precariedad en la vida diaria, ya sea en el transporte público o en la percepción de futuro, el que rebasó la paciencia de los más desamparados. Nadie puede predecir lo que viene, pero ya están anunciados diversos paros. Algunos gremios como CAPECO ya se han sumado a estas protestas. Sería deseable que esta alianza entre los de abajo y los de arriba se acentúe.
El calendario político contribuye al aumento de la temperatura social. Los 36 “partidos” inscritos empiezan a darse cuenta de los riesgos de este creciente clima de inestabilidad. Los meses que vienen serán decisivos, es evidente. Pero nadie parece tener claro cómo gestionar esta carretera más peligrosa y llena de curvas que la Central. Los alcaldes se han puesto a romper calles a diestra y siniestra, demostrando que nunca tuvieron un plan maestro pero sí “urgencias” presupuestales, exhibiendo sin proponérselo una metáfora de cómo se manejan las cosas en el país: a lo loco y pensando en su bolsillo. Se vienen tiempos intensos.
Jorge Bruce es un reconocido psicoanalista de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ha publicado varias columnas de opinión en diversos medios de comunicación. Es autor del libro "Nos habíamos choleado tanto. Psicoanálisis y racismo".