No solo América Latina, sino el mundo, se está llenando de una pasión por los caudillos, por el ‘hombre fuerte’, por el ser humano providencial, por el salvador supremo. Por ese que “no entra en vainas”, para decirlo en peruano. No es casual, además, que las más de las veces tal personaje es un hombre súper alfa, deseoso de poder y de decirle a la gente qué es lo que debe hacer.
Uno de los caudillos top en este momento es el presidente de El Salvador, Nayib Bukele. Es el joven millennial, el que para sumergido y disparando en las redes sociales, el del sombrerito volteado. Pero sobre todo es el duro, el eficaz implacable, el que ha puesto en su sitio a las brutales maras. Hoy se podría decir que “ya no necesitamos un Pinochet, sino un Bukele”.
Sin duda es un mandatario con notables logros, como haber bajado la tasa de homicidios en su país a niveles no antes vistos recientemente. Aunque la pregunta central es por qué eso tiene que costar más de 62.000 detenidos, muchos de ellos sin orden judicial, como precisa el jurista Óscar Rosales. O por qué tiene que ir al Congreso a pedir presupuesto rodeado de militares.
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Es que se trata de un caudillo, pues, de un hombre incuestionable, al que no se le puede decir “no”. La urgencia de luchar contra la violencia, en este caso, alimenta al líder, que aspira a reelegirse en el 2024 forzando la Constitución. Es algo similar a lo que hicieron Hugo Chávez, Daniel Ortega, Alberto Fujimori o Augusto Pinochet, todos ellos con rasgos caudillistas.
¿Cómo negar que neutralizar a las maras es una aspiración nacional en El Salvador? Solo que todo está bien mientras a los devotos de estos líderes no les toca una injusticia, la detención arbitraria de un familiar, por ejemplo. Antes, eso le sucedía a los ‘otros’, a los malos. Cuando les toca, la idea de los derechos humanos, antes despreciable, emerge como una luz.
El problema del poder ilimitado es que no distingue, arrasa; y en ese laberinto caen justos y pecadores. A los caudillos, eso no les importa. Y así hemos visto al general Rafael Videla, sin rubor alguno, desapareciendo gente, o a Ortega deteniendo a sus rivales y echando balas sobre la multitud. O a Chávez despidiendo a trabajadores en vivo y en directo por televisión.
Los caudillos no crecen solos, los amamanta la desconfianza en la democracia, esa plaga tan extendida en la región. Los crían la desigualdad, la desesperación, el clasismo, la segregación variopinta. Cuando irrumpen, asumiéndose ‘salvadores’ providenciales, todo matiz para enfrentar estos problemas se disuelve. La política se vuelve una guerra sin cuartel.
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En el fondo, es la renuncia a la libertad personal o social lo que lleva a la anulación del debate de la solución conjunta. Ya no lo tengo que hacer, lo hará el caudillo; ya sea que tenga que enfrentar el terror, la violencia o la corrupción.
Lo peor viene después: cuando se levanta la alfombra y se ve que en ese esfuerzo el mismo personaje cometió varios de los atropellos que solía denunciar.
Lic. en Comunicación y Mag. en Estudios Culturales. Cobertura periodística: golpe contra Hugo Chávez (2002), acuerdo de paz con las FARC (2015), funeral de Fidel Castro (2016), investidura de D. Trump (2017), entrevista al expresidente José Mujica. Prof. de Relaciones Internac. en la U. Antonio Ruiz de Montoya y Fundación Academia Diplomática. Profesor de Relaciones Internacionales en la Pontificia Universidad Católica del Perú y Fundación Academia Diplomática.