Por: Ángel Páez
Lo primero que hizo Adolfo Hitler cuando asumió el poder el 30 de enero de 1933 fue destruir la libertad de prensa. Nadie debía informar diferente a lo que ordenaba el Führer, ni nacionales ni extranjeros. El historiador Richard J. Evans, en el libro La llegada del Tercer Reich (2005), describió ese momento:
“Fue bastante fácil cerrar la prensa oficial socialdemócrata y comunista; a las prohibiciones repetidas de los primeros meses de 1933, siguió el cierre total en cuanto desaparecieron los partidos (opuestos al nazismo)”. Después siguieron las detenciones, inaugurando los campos de concentración. Los prisioneros favoritos de los nazis fueron los periodistas, y mucho mejor si eran opositores, como Carl von Ossietzky, de la revista berlinesa “Volkszeitung”.
Fue detenido el 28 de febrero del mismo año, luego de haber publicado las atrocidades del grupo paramilitar nazi SA (Sturmabteilung, Destacamento Tormenta). “Tuvo que cavar una tumba en el patio de la prisión y se le obligó a formar para su propia ejecución, por último los hombres de la SA prorrumpieron en sonoras carcajadas y dejaron caer sus armas”, relató el historiador Nikolaus Wachsmann en KL: Historia de los campos de concentración nazi (2015). Ossietzky moriría durante el Reich por una tuberculosis contraída en el presidio.
Luego, el régimen instituyó un sindicato de periodistas, la Asociación de la Prensa Alemana del Reich, el 28 de junio del mismo 1933. Todos debían inscribirse, de lo contrario estaban impedidos de ejercer el oficio. Pero había un detalle: “Solo se aceptaba a los racial y políticamente fiables”, recordó Evans. Es decir, nada de judíos ni comunistas en la prensa.
El año que Hitler tomó el poder circulaban 4.700 periódicos en Alemania. Para 1944, el número se redujo a 1.100, de los cuales el partido de gobierno era dueño de 325 y los demás pertenecían a simpatizantes del régimen, a empresarios que se acomodaron al Tercer Reich o que acataban las estrictas reglas sin murmuraciones, como denunciar a los “comunistas”, a los “marxistas”, a los “rojos”.
La represión nazi a los periodistas que informaban conforme a los hechos, y no según los dictados del Führer, alcanzó a los corresponsales extranjeros, como William L. Shirer, a quien amenazaron de muerte si no se largaba del país porque reportaba información que mortificaba al régimen. Secretamente, escribía un diario, a sabiendas de que lo matarían si lo descubrían:
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“Los alemanes me fusilarían si la Gestapo o el Servicio de Inteligencia Militar encontraran alguna vez estas notas que guardo a escondidas”, escribió Shrirer en Diario de Berlín (1941).
Tildar de “marxistas”, “rojos” o “izquierdistas” a los periodistas para descalificarlos, y azuzar para que los insulten o pierdan su trabajo, es una vieja práctica propia de los plumíferos de los regímenes de “mano dura” que se imponen a sangre y fuego. Son los que ven un comunista hasta en la sopa.
Fundador y jefe de la Unidad de Investigación. Estudió en la UNMSM, ha culminado una Maestría en su especialidad y enseña Periodismo de Investigación en la UPC. Es integrante del Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (ICIJ, por sus siglas en inglés). Es corresponsal del diario argentino Clarín y de la revista mexicana Proceso.