Muchas especulaciones se están dando para justificar cómo, aparentemente de sorpresa, el entonces presidente de la República Pedro Castillo intentó dar su fallido autogolpe. Gracias a La República me permito hacer públicas mis sospechas al respecto, distintas a las del discurso alternativo del cual ha hablado su exjefe de Gabinete Técnico.
En primer lugar, y luego de los pronunciamientos de la Corte Suprema y el Tribunal Constitucional sobre los márgenes de acción de la fiscal de la Nación, dicha funcionaria no podía quedar paralizada en su accionar.
Comenzaron a trascender en la prensa verdaderas carpetas fiscales que rompían con la imagen que hasta ese momento tenía el expresidente Castillo. Antes de la difusión de las declaraciones de Marrufo o de Fernández (cuyo testimonio, por la naturaleza del cargo, debería haber sido presentado por escrito), la imagen de Castillo buscaba preservarse de las acusaciones de corrupción formuladas contra su entorno familiar y laboral. Luego de esas revelaciones, la imagen de Castillo sin recibir prebendas se cae y, además, esa vinculación suya directa con la corrupción se daba sostenida por confesiones, audios y videos.
Si a esto se junta con el asentamiento de una propuesta de suspensión del expresidente con solamente 66 votos como máximo, Castillo quedaba doblemente expuesto. Castillo, durante esa suspensión, era pasible de ser investigado por las comisiones del Congreso y los reportajes de la prensa, sin contar con los suficientes resortes que el poder presidencial perdido le daba para protegerse.
Castillo entendió que no iba a soportar la presión que recibiría por muchos lados prácticamente en soledad, y es por eso, creo yo, que con nerviosismo suelta el texto distractivo del autogolpe mientras ya corría a la embajada amiga a la cual finalmente no llegó. Llámenme suspicaz, pero creo que eso es finalmente lo que pasó, y que no pasará mucho tiempo en acreditarse.
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