Arrieros de la cocaína
Les llaman cargachos, mulas o mochileros. Son los jóvenes que sacan a pie, en mochilas o bolsas de rafia, la droga que las firmas de narcotraficantes producen en el VRAEM. Sus testimonios -junto a los de choferes y burriers- sirven para entender cómo sobreviven las personas que encarnan el eslabón más débil del gran negocio de la cocaína en el Perú.
Escribe: Irene Arce
Fotografía: Max Cabello
Cargachos
A comienzos de siglo, cuando el fenómeno mochilero tenía pocos años, el Halcón Andino (47) —así se hacía llamar cuando era más joven— se encontró con un primo en el distrito de Santa Rosa, Valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro (VRAEM).
Este le propuso llevar “merca” hacia Quinua, trayecto azaroso que culminó en la comisaría. Fueron arrestados, les decomisaron casi todo el cargamento y el primo fue “arrastrado con una soga”. Al final, quedaron libres.
-En otra ocasión me encuentro con mi primo, en Palmapampa, y me insiste y me dice “¿Sabes qué? Necesitamos más gente porque somos pocos, pero esta vez es por Huanta, por otra ruta”.
-En el trayecto, el burro que llevábamos no quiso caminar más. Resulta que había tres cadáveres. Cuando dejamos ese lugar, el burro se normalizó y comenzó a comer. Eran mochileros que habían sufrido un accidente o habían muerto por quitarse la droga entre ellos.
¿Alguna vez estuviste cerca de un abismo?, pregunto.
-Eran tres días desde el monte hasta Huanta, pasando por Vizcatán. Dejábamos la merca en el cerro, para que los comuneros no nos vieran con ella o nos la quitaran, o llamaran a la policía de Santillana. Dormíamos de día y caminábamos de noche, por seguridad, sin prender linternas. Cada uno cargaba 10 kilos y éramos seis.
-De noche, en la cumbre, pasando Vizcatán, ibas cansado, porque de día no duermes bien y de noche ya no sabes si estás soñando o no. Pero a eso de las dos de la mañana aparecieron bastantes linternas por el cerro y nos ocultamos. Esperamos a que pasara un grupo como de 20 personas. No sabíamos si eran viajeros normales, terroristas o traficantes. ¿Qué hubiera pasado si ellos no prendían sus linternas y nos hubiésemos encontrado?
Los puriq
Entre Vizcatán y Huanta está Putis, sector de paso del distrito de Santillana, aún controlado por remanentes de Sendero Luminoso que cobran cupos a los mochileros por cada kilo de droga que cargan. Siempre paga el responsable de los cargachos, el único que maneja dinero y tiene un celular. Los demás tienen prohibido viajar con teléfonos.
Antes de la caminata, les quitan la ropa para evitar dispositivos GPS implantados en las prendas. Les dan vestimenta, botas de jebe y mochilas de polietileno o rafia. Aparte de la cocaína, cargan latas de atún, galletas, hojas de coca, caramelos de limón, pastillas para el dolor y pequeñas imágenes del Señor de los Milagros, del Sagrado Corazón de Jesús o de la Santa Muerte por influencia mexicana.
Para vigilar las rutas, desde 2019 los traficantes manejan drones Phantom 4 con luces infrarrojas. Así complementan la red de “campanas” que va informando quién camina y la ubicación de la policía. Este trabajo, remunerado por el narcotráfico, es la contrainteligencia a la que se enfrenta la Dirección Antidrogas de la Policía Nacional del Perú (Dirandro), desafiada por la geografía y armamento sofisticado como fusiles de asalto AR-15, M-4, M-16 y AKM. Los narcos están preparados con municiones de igual calibre (7,62 mm) que las que maneja buena parte de las fuerzas policiales.
Pasados los años más crueles de la guerra contra Sendero Luminoso, la comunidad de Putis busca cerrar heridas. En 2009, de 14 fosas comunes, la fiscalía exhumó 430 cuerpos, cifra que triplica los 123 registrados por la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Aun así, la violencia no cesa. Ahora son frecuentes los enfrentamientos entre bandas de mochileros con militares y policías que participan en operativos mixtos. Vuelven a aparecer cadáveres abandonados. Y regresa el miedo. Los comuneros le temen a los puriq, esos caminantes desconocidos que les remiten al sasachakuy tiempo, como se le llama en quechuañol a la época de conflicto armado interno, que trastornó al Perú entre 1980 y el 2000.
Mientras se desentierran los muertos de la antigua guerra, van apareciendo los del conflicto más reciente: el narcotráfico. A diferencia de la guerra de finales de siglo XX, los habitantes del VRAEM y de las zonas aledañas no reclaman a los desaparecidos de la coca.
En la provincia de La Mar, región Ayacucho, cuyos andes amazónicos son parte del VRAEM, rara vez el familiar de un fallecido se acerca a la fiscalía. Y si lo hace, no declara. Retira al cadáver en silencio y después lo entierra.
De Chungui hasta Andahuaylas
El distrito de Chungui, región Ayacucho, es el que más muertes sufrió durante la guerra contra Sendero: perdió el 17% de su población. La reconstrucción, en esta zona del Perú, no solo se basó en volver a trabajar en agricultura y ganadería, sino en un esfuerzo cultural por rescatar sus tradiciones.
De día, la gente chaccha coca a media tarde y conversa tranquila en Chungui-capital, donde hace menos de 10 años se ha inaugurado una comisaría, una oficina del Ministerio Público, un Banco de la Nación y una base antidrogas. De noche, pasan otras cosas. Largas columnas de cargachos se funden con el paisaje transandino a más de 3600 msnm. Comenzaron a aparecer a mediados de la década de 1990, cuando Sendero perdía poder.
En 2011, al alcalde Daniel Huamán lo cogotearon, lo tiraron al piso y lo encañonaron en la cabeza cuando su comitiva se encontró —de manera fortuita— con un grupo de mochileros. Pasaba por el sector de Paccha, en la selva alta de Chungui, límite con Oronqoy.
¿Qué hiciste?, le pregunto.
-Estaban allí con sus matones y sus caras de demonio, pero les dije, “Señores, ¿qué pasa? Yo soy de Chungui, por si acaso, y yo no les conozco”. Como dentro de esos grupos siempre viene un chunguino que están mochileando, ellos de pronto dicen “¡Hola, tío! ¡Hola, hola!”. “¿Lo conoces?”, preguntaron [los que me sometían]. “Sí, sí, sí”. Y así me salvé.
¿Qué otros incidentes tuvieron con los mochileros en Chungui?
-También tuvimos un problema porque atravesaban disparando antes de entrar a los pueblos para anunciar su presencia, haciendo llorar a los niños y amedrentando a la población hasta que los comités de autodefensa (CAD) intervinieron.
Tiempo después, los CAD difundieron esta advertencia:
“Sabes qué señor, al jefe de firma o a quién sea, que sea la última vez. Ninguna persona debe andar con su FAL ni su AKM, con todo su arsenal de armamentos como Rambo. Acá en Chungui, ¿quién te va a robar? Acá la gente es sana y por lo tanto no queremos ver ningún disparo, ningún arma”.
-Desde esa fecha pasan por el pueblo con el armamento escondido en un costal. En el monte ya lo sacan.
Tras un descenso de más de mil metros desde la capital chunguina se llega al río Pampas, conocido durante la guerra interna como Yawar Mayu, ‘río de sangre’, en quechua, por la cantidad de muertos que arrojaban allí. Hoy es un tranquilo cañón fértil, de aguas turquesas, que marca la división entre las regiones Ayacucho y Apurímac. Además, es el límite en el que, durante la noche, los mochileros traspasan su carga a vehículos para que continúen hacia Andahuaylas por Waqana y Ocobamba.
En este distrito, y en toda la provincia de La Mar, a la cual pertenece Chungui, el trabajo de la fiscalía para el levantamiento de cadáveres es permanente.
Entre los “ajusticiados” hay conductores de las camionetas que trasladan cocaína a Andahuaylas, una ciudad andina de grifos ostentosos, hoteles de cinco o seis pisos y autos de alta gama. Eso sin contar las tan comunes Toyota Hilux del año.
Las mulas
-Allí íbamos repletos de pura droga, de la cocaína: en la tolva de la camioneta y en la parte de arriba. Removían el techo y lo llenaban. Nosotras íbamos por pista y ellos, mochileando. Es decir, cargachos eran. Como diez, cargando 12 kilos, hasta 15, por un par de días o más…
Danitza (20) nació en el Alto Huallaga, en un campamento de Sendero Luminoso. La rescataron cuando era niña y creció en la selva central con unos tíos. No terminó de estudiar la primaria y tuvo su primer hijo a los 13 años.
Entre 2017 y 2019 cargaba 7 u 8 kilos sobre su cuerpo. Ganaba 11 mil soles por viaje, aproximadamente, pero le pasaba el dinero a su madre adoptiva, quien se hizo una casa de dos pisos con material noble, compró una refrigeradora y un equipo de sonido, y abrió una tienda en la que vendía comida y cerveza.
-Quedó bacán su casa. Pero yo andaba con sencillos nomás. Yo hacía tres viajes al mes porque yo estaba en aprietos: a mis hijos había que comprar ropa, tenía que salir a hacer, trabajar en eso. Yo no he estudiado, no he sido profesional. En algo tenía que apoyar a la señora que me crio.
Ahora Danitza vive en Lima, eludiendo al padre de sus dos hijos —jornalero de la coca y maltratador—, es niñera cama adentro. También vende maquillaje y quisiera colocar un stand de ropa en la feria del próximo festival de la coca de Pichari.
-A las mujeres nos forraban la barriga, la espalda. Era como un bebito engrampado al cuerpo, pero que se podía retirar con facilidad. Los tacos del zapato también los rellenábamos de merca y avanzábamos un trecho en camioneta y, luego, teníamos que bajar y caminar por el monte hasta pasar el control [policial y militar] de Pichari y, después, volver a la camioneta.
-Todos tenían arma. Hasta yo. Te entrenaban para eso en el monte, con latas de leche. En el tiempo que yo trabajaba nunca nos han asaltado. Pero a los chicos, uf, a veces no llegaban. O encontraban su cadáver.
-Una vez, mi excuñado también se había ido a cargar. Vimos que regresó corriendo al pueblo, pálido. Había entregado la mercancía, cargaba el dinero y justo aparecieron los asaltantes. Un joven de su columna se tropezó y cayó, y allí lo sorprendieron los asaltantes y le dispararon; le perforaron parte del pulmón.
-Mi excuñado prende la linterna, se acerca y lo mira botado. El chico le dice “Dile a mi papá que ya me quemaron”. “Yo te cargo —le respondió mi cuñado—, vámonos por este sitio”. Pero él no quería y le respondió: “Hazlo por tu hijo. ¡Huye, huye! Aquí tienes tu oportunidad. Yo aquí voy a morir”.
Danitza y Jesusa
Danitza iba en una camioneta escuchando al Chinito del Ande (“Puro huaino escucho, nada de reggaetón”), para no estar con el corazón en el cuello. Dos amigos estaban delante de ella y otra chica atrás.
-“¿Quieres?”, me dijo Josecito, mostrándome la lechuga. Es decir, la marijuana. “No”, dije. Sentía que me estaban ahorcando. En Cielo Punku los policías me miraban y yo quería salir corriendo. Los chicos se reían. “Tranquila, no va a pasar nada,” decían, y al rato nos saludaban.
-Mis amigos entregaban la plata de una, lo que pidieran, porque si no te agarraban. Y pasábamos. Al llegar a Quillabamba también hay otra base y los chicos hacían lo mismo: les daban plata.
Como joven, viviendo en el VRAEM, ¿qué opciones laborales tienes?”, le pregunto.
-Lamentablemente, en el VRAEM, casi la mayoría no tenemos opciones. La única salida es trabajar en coca, pura coca, o sino cacao. Trabajas en poza también. Yo me he ido a trabajar, pero es un poco complicado por el químico. Yo me salí y ya había chibolos de 14-15 años metidos en esas cosas.
¿Has vuelto a saber algo de tus compañeros de viaje?
-Ya va a ser un año que no sé nada. Dónde estarán. Pero la mayoría cumple condena, “está en el bote”.
En el VRAEM, las provincias con las más altas tasas de internos por tráfico ilícito de drogas son La Mar y Huanta, en Ayacucho. A esas jurisdicciones les siguen La Convención, en el Cusco, y Huamanga, capital ayacuchana.
A los mochileros rara vez los detienen y encarcelan, porque la geografía los favorece: escapan con rapidez entre las montañas. Por lo general capturan a los que trafican en la modalidad de burriers o en vehículos; y en casi todos los casos, por soplos. Es la cuota que genera la estadística de la política antidrogas. Otros siguen cruzando los andes mientras ellos descienden a los penales.
Sueños
“Los piojos me llevaban”, dice Jesusa (64, aproximadamente, aunque no tiene certeza), sobre aquel momento de 2016 en el que uno de sus cinco hijos falleció en una balacera por el río Pampas. Él conducía el vehículo.
Me lo cuenta en una comunidad rural de las alturas de Talavera, región Apurímac. Desde ahí baja a la ciudad todos los fines de semana a vender quesos. Usa la misma ruta en la que acribillaron en los últimos años a transportistas de droga que vienen en camioneta desde Huancaray, otro punto donde los mochileros entregan la cocaína.
En 2017, a su segundo hijo lo capturaron por transportar 202 kilos de cocaína ocultos en la puerta de una tolva. Un tercer hijo también cayó por transportar droga. Uno está en el penal de Ayacucho y el otro en el de Andahuaylas.
¿Usted sabía en qué estaban?, le pregunto.
-No, solo cuando me dijeron recién supe que estaba en la cárcel. ¿Quién le habrá engañado?
Si bien hay mochileros, conductores de carro y burriers que logran convertirse en empresarios, en una jerarquía cocalera de ascenso que parte de la chacra, pasa por la poza de maceración y el tráfico a pequeña escala, para luego diversificarse y expandirse en otros negocios, la mayoría solo se queda con sueños truncos.
¿Y qué querían hacer con el dinero?, le pregunto en Andahuaylas a Rosa (40), Culebra (42) y Lucho (32), sentenciados por tráfico ilícito de droga en vehículos. Gracias al DL 1513, norma para descongestionar los penales por el COVID-19, los tres cumplen el último tramo de su condena en libertad.
-En ese tiempo era la promoción de mi hija y le iba a comprar su vestido. A su madrina también. Había terminado el colegio y quería hacerle su fiesta.
Eso me dice Rosa, del pueblo ayacuchano de Viracochán. Tiene seis hijos y tres ya terminaron la secundaria. Sendero Luminoso asesinó a su madre a comienzos de la década de 1980. Los padres de Culebra también fueron asesinados durante la guerra, pero en el distrito de Talavera, cuando él tenía 6 años.
-Yo quería juntar siquiera cuarenta mil soles para el estudio de mis hijas. El pobre difícil entra a la universidad y traté de juntar para una particular. Los estudios privados son caros y quería que se superen y no sufran como yo.
Lucho cuenta que quería poner un restaurante.
-Y no estar trabajando para las demás personas porque te explotan. Te pagan veinte o treinta soles al día. Y juntar por mi hija también, para que no le falte nada en su economía, porque en algún momento de mi niñez he pasado penurias. Cuando se presentó la oportunidad, pensé que me iría bien, que iba a ganar dos mil soles. Por eso yo opté. ¿No dicen que el que no arriesga no gana?
¿Cómo caíste?, le pregunto a Luna (29).
-Me atraparon en 2018, en un bus de la selva, cuando iba a Huamanga con seis kilos de coca. Me trasladaron a la carceleta de Kimbiri, en el VRAEM, donde compartí celda con diez chicas, en el calor, y casi todo el tiempo de cuclillas por falta de espacio. Apenas había agua para tomar. Para ducharme, lo hacía como en cuatro segundos con un jabón prestado.
Luego, la trasladaron a la cárcel de Ayacucho. El área de trabajo de confecciones de ese penal está en una caseta prefabricada que se inunda cuando llueve. Por lo menos, allí no hay hacinamiento extremo, como en el sector de varones.
Luna, a diferencia de otros burriers, cursaba el tercer ciclo de Derecho en la Universidad Católica Los Ángeles de Chimbote, sede Huamanga. La propuesta de hacer el pase se la plantearon en una discoteca de la capital ayacuchana.
Lo de Culebra fue distinto. Se quedó dormido mientras transportaba siete kilos de cocaína en una camioneta: “Soñé con agua empozada y me comencé a sentir mal. Al rato, caí”. Le dieron seis años y ocho meses de condena, al igual que a Lucho, quien dice que había una nube negra que le tapaba el camino en sus sueños.
-Yo no soñé —dice Suqta Qucha (29), cuyo seudónimo coincide con el nombre de la laguna donde fue capturado—, pero cuando estaba empacando mis cosas se cerró la puerta y pensé “¿Y si me pasa algo estaré encerrado así?”. Ya preso, en el penal de Andahuaylas, soñaba que cazaba venados, pero no los atrapaba.
-Llegas y no tienes nada. Duermes en un colchón que parece lengua de gato en una celda para diez personas en la que duermen hasta 22 adentro, como animal, amontonados; buscando un espacio para dormir y acomodarte donde se pueda.
¿Y las demás condiciones?
-Pésimas. En alimentación, todo demasiado condimentado, con harto colorante y aceite pasado. Fríen el pescado y ese mismo aceite lo usan al día siguiente para aderezar la comida. Por eso allí adentro da gastritis, úlceras.
Lucho afirma que pudo completar el quinto de media en prisión. El resto no. La mayoría de procesados por narcotráfico ni siquiera ha terminado la secundaria. En el VRAEM, solo un 6% obtiene un título universitario. Por lo general, a través del programa Beca 18. Y lo cierto es que la economía es tan cocacentrista que los estudios, superiores o no, se perciben como irrelevantes.
El Halcón Andino, quien fue mochilero de droga y ahora es profesor en el distrito de Anchihuay, frente al río Apurímac, cuenta:
-Tengo un alumno que está en quinto y su sueño es comprarse una moto y hacer su propia familia, porque dice: “De nada me sirve, tantos primos que tengo que han terminado y han ido a Huamanga y ni siquiera ingresaron y, los que ingresaron, terminan y finalmente no tienen trabajo. Mejor voy a sembrar más coca”.
N de R. Esta investigación se hizo gracias al apoyo del Fondo para Investigaciones y Nuevas Narrativas sobre Drogas de la Fundación Gabo.
• Sentencia.
Los burriers y choferes que trasladan de 1 a 10 kilos de droga reciben una sentencia de 8-15 años de cárcel.
•Agravante. Si se les captura con más de 10 kilos de droga, o si en el hecho participan de 3 a más personas, la condena fluctúa entre 15 a 25 años de prisión.
• Procesos. Cada año, la Primera y Segunda Fiscalía Provincial Especializada en Delitos de Tráfico Ilícito de Drogas de Huamanga ve 700 casos nuevos.
• Producción El 43% de toda la producción nacional de hoja de coca sale del VRAEM. • Estudios Solo el 6% de los jóvenes del VRAEM estudia en la universidad y otro 7% lleva una carrera no universitaria.