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Opinión

El abismo que te mira, por José Luis Gargurevich

Está ocurriendo en nuestras salas con amigos, en nuestros comedores con la familia, en nuestras oficinas de trabajo. 

abismo
Esta carretera en Perú es una de las más peligrosas y extremas en Latinoamérica: tiene profundos abismos y antes fue una línea de ferrocarril EVAT

“Quien con monstruos lucha, cuide de no convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti”

En su obra “Más allá del bien y del mal” (1886), Friedrich Nietzsche alertaba sobre la posibilidad de consumirte en la contradicción de las fuerzas oscuras que persigues.

Pensaba en esta frase a propósito de los atroces hechos por los que Charlie Kirk, un activista norteamericano, es asesinado de un tiro mientras hablaba en un evento en una universidad de Utah. Lamentable devenir para alguien como Kirk que en el 2023 había mencionado en una Iglesia en Salt Lake City: "vale la pena asumir el costo de algunas muertes por armas de fuego cada año para que podamos acogernos a la Segunda Enmienda y proteger nuestros demás derechos divinos".

Pero primero lo primero: ninguna palabra, por incendiaria que se atiza, justifica la bala. Ninguna prédica de odio puede convertirse en excusa para el asesinato. Parto de esa premisa humanista porque hay quienes están utilizando la muerte de un ser humano como arma política.
Cualquier intento de usar la tragedia de la muerte de Kirk para afirmar que "el progresismo mata" no solo es irresponsable sino también profundamente deshonesto. Eso es precisamente un ejemplo de discurso de odio: simplificar y manipular hechos para atacar ideologías.

Desde la acera ideológica que pregones, si defiendes los derechos humanos, la dignidad, la justicia y la tolerancia, no justificas jamás el asesinato de alguien por sus ideas. Si alguien lo hace, y utiliza su bastión moral para aplaudir la muerte del adversario y hacer un festín mediático sobre su tumba, lo que hace es exhibirse como una infeliz caricatura fabricada desde la polarización que condena.

Dicho esto, no hay que ser ingenuo en negar que las palabras también cobran vidas, aunque lo hagan más lento. El odio sembrado germina, y sus frutos envenenan a todos, incluso a quienes lo cultivan. Son hogueras que queman también a quienes las encienden. No porque lo merezcan y NUNCA porque lo merezcan, sino porque en una sociedad que se intoxica colectivamente, nadie termina ileso.

Lo que está en el caldero cocinándose a fuego lento -y no tan lento- es una corriente de álgida deshumanización. Estudios ya encuentran la correlación entre la exposición frecuente a discursos de odio y la reducción de nuestra sensibilidad ante ellos. Estamos anestesiados de sentir o conmovernos cuando el atacado es nuestro oponente. Una investigación de Sebastian Wachs en el 2025 reveló entre más de 3500 adolescentes que los discursos de odio en plataformas on-line y su canal de fácil consumo genera mayoritariamente que las víctimas de odio se conviertan en perpetradores de odio sin culpa ni empatía (en realidad, legitimados moralmente en su papel de víctimas), un fenómeno que denominó “desengache moral”.

Definirnos en contraste al antónimo y terminar pareciéndose a éste nos está saliendo así de costoso, además de contradictorio. Esa es la cultura de la radicalización, que construye identidades sobre la base de la oposición. El "nosotros" solo cobra sentido en contra de un "ellos" al que se demoniza. La constante fijación en el "otro" nos hace perder de vista nuestra propia humanidad. Al definirnos por el conflicto, nos desdibujamos.

La rancia cocción de esa deshumanización es un esfuerzo intencionado por políticos que viven de la confrontación, medios de comunicación que comercian con el escándalo y grupos sociales y ciudadanos que disfrutan la linchadera digital como si fuera un espectáculo de circo romano que dura lo que dura nuestra interacción con las pantallas.

Pero aunque amplificado por las redes sociales, no es un fenómeno de naturaleza digital, de ninguna manera. Ha sido la historia de nuestras luchas sociales, de nuestra construcción republicana, de nuestros esfuerzos ciudadanos, de unirnos siempre en contra de los otros. Y aunque la oposición siempre es crucial el tiempo que necesite destronar a los que nos vulneran, también es cierto que el “anti” tiene que tener un “pro”, una agenda de unidad, una propuesta de perspectivas que con base en las ideas le dé contenido de futuro a la oposición que se proclama.

Y también ha deshumanizado nuestro diálogo cotidiano. Me refiero a ejercicios democráticos en nuestras relaciones cotidianas, no sólo en las esferas del poder político. Esto no nace en un campus universitario, en la audiencia pública de una corte de justicia o en la conferencia de prensa de un alcalde que llama a la muerte de quienes considera enemigos políticos. Está ocurriendo en nuestras salas con amigos, en nuestros comedores con la familia, en nuestras oficinas de trabajo. Hay, y hemos acusado recibo, invitaciones constantes a sentarnos a la mesa de acalorados debates de exclusión que solemos hacer pasar por discursos políticos legítimos. Explicitar con todas sus letras el vínculo entre el discurso de odio y el acto de la violencia no es culpar al muerto, es advertir a los vivos.

Estamos al borde de ese abismo donde la discrepancia dejó de ser un ejercicio democrático para convertirse en un parte de guerra. Porque sí, el asesinato de un adversario es siempre un salto a ese abismo. Eliminar al otro en vez de refutarlo no solo se lleva a la persona que desaparece, se lleva consigo la democracia entera. Cuanto más tiempo pasamos confrontando el odio, más espacio dejamos a que éste transforme nuestras nuestro lenguaje y nuestra forma de entender el mundo.

El proverbial abismo nietzscheano que te mira es el espejo de la sociedad construida desde las contradicciones: hemos permitido hacernos serviles al odio que deshumaniza. Es un golpe directo al corazón de la ética democrática. No le permitamos borrar de un disparo la posibilidad de convivir con la diferencia.

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