Un grupo de congresistas de la mayoría ha pedido que se lleve a proceso a los cuatro fiscales supremos que están a cargo del gobierno del Ministerio Público. La razón: haberse atrevido a publicar una directiva que define la forma en que las fiscalías deben interpretar una ley en particular, la que entrega a la Policía un procedimiento legal llamado “investigación preliminar del delito”.
El asunto puede parecer sumamente técnico o confuso, pero tiene una enorme importancia. La investigación preliminar del delito es el único formato que se puede usar para organizar casos que comprometen a quien ejerce la Presidencia de la República. El uso intensivo, literal y extremo de esta ley entregaría a la Policía, que depende directamente del Gobierno, el control de todas las investigaciones que ahora se siguen contra la señora Boluarte por las muertes de las protestas que empezaron en DIC22, por los Rolex y las joyas, por los fondos no declarados de Perú Libre y por el estado de fuga permanente en que permanece el señor Cerrón, buscado por la justicia, para no hablar de las investigaciones que se siguen contra su hermano Nicanor por usar las prefecturas como plataforma política.
Vista en sus consecuencias prácticas, es imposible dejar de notar la relación de esta ley con el paquete de leyes de impunidad que viene impulsando este régimen. Se trata de evitar que se repitan cosas como el allanamiento a la casa de la señora Boluarte o a la detención de su hermano Nicanor. Para evitar que esto pase en el futuro, la última ley sobre organizaciones criminales obliga a las fiscalías a reportar cada allanamiento que se vaya a hacer a una oficina instalada en el Gobierno, la de abogados de oficio. Imposible dejar de notar que la apertura de esa información, que debería mantenerse en reserva, expone el éxito de cualquier pesquisa. Ya hemos visto todo el esfuerzo que el Congreso ha hecho, para los investigados por tráfico de influencias fuera del área de investigaciones sobre organizaciones criminales. El esfuerzo hecho para que el Gobierno sea informado por mas de una vía, de cada allanamiento que se planifique, está consumado. Y junto con eso, está la ley sobre investigaciones preliminares, que aleja a las fiscalías, que están fuera del control del Gobierno, de los casos que en teoría ellas deben organizar antes que nadie.
Los dos personajes que mejor representan lo que puede llegar a significar una fiscalía que trabaja de la mano con la Policía son el coronel Colchado, jefe del equipo policial que estuvo a cargo del caso Castillo, antes que de las últimas investigaciones contra la criminalidad en el poder y la fiscal Barreto, su contraparte legal. Colchado ha sido fotografiado hace poco cuidando puentes y la fiscal Barreto ha sido suspendida. La ley a la que se refiere el caso que se quiere organizar contra los fiscales supremos intenta sellar esa historia rompiendo la relación desarrollada entre fiscales y policías. De eso se trata. No es una reforma definida por una distinta manera de ver las cosas. Es el final de la más burda rabieta provocada desde el Congreso.
A partir de la publicación de la ley sobre investigaciones preliminares, se produjo un efecto en cadena en las fiscalías. Las fiscalías son entidades jóvenes, organizadas a partir de los años 80, pero instaladas en el imaginario social hace solo un cuarto de siglo. Son actualmente la entidad más importante en la protección de mujeres y niñas víctimas de tráfico de personas, entre otras muchas cosas. Tienen una identidad en plena expansión. Y la ley ataca el fundamento de esa identidad: su papel en la investigación del delito.
He contado más de un anuncio de protestas de colectivos de fiscales en contra de una ley que se entromete y pretende destruir la relación que las fiscalías han cultivado con la Policía. No es que esa relación esté libre de bemoles, pero existe y representa mucho, especialmente si tenemos en cuenta que nació a principios de los años 90 en el terreno de la lucha contra el narcotráfico, un campo poblado de sinsabores, pero también de resultados legales de considerable envergadura y de historias de vida que aún no han sido contadas. Pues bien, en el marco de las protestas que las fiscalías organizaron contra la ley, la Junta de Fiscales Supremos decidió calmar las cosas y crear un protocolo intermedio que controlara los daños que la ley puede causar mientras se decide cómo generar una solución institucional equilibrada. La directiva de la Junta de Fiscales Supremos que la mayoría quiere ahora convertir ahora en un delito es en verdad un intento por ordenar las cosas que el Congreso intenta desordenar. Incluso diría que es un intento moderado y profundamente respetuoso de los fueros parlamentarios. No ataca la vigencia de la ley ni impide que el asunto sea finalmente resuelto por la Corte Suprema o incluso por el TC, que por cierto acaba de tomar distancia del Congreso con ocasión a la demanda que intentó cancelar los procedimientos judiciales de protección a autoridades imputadas por sus comisiones.
La historia de este proceso que busca entregarle al Gobierno las llaves de control sobre las investigaciones penales deberá transitar aún por varios capítulos antes de terminar. Pero por ahora parece encabezada por un Congreso que podría estarse sintiendo menos seguro que antes de su capacidad de influencia sobre el TC, cuya intervención ni siquiera ha pedido. El Congreso ensaya un procedimiento de acusación a los fiscales supremos desarrollado en su interior, expuesto por completo a una intervención judicial preventiva que el TC no ha prohibido.
El Congreso busca armar un caso semejante al que intentó contra la JNJ: descalificar autoridades constitucionales usando a sus comisiones.
Perdió ante la JNJ.
¿Por que el resultado tendría que ser distinto?