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Opinión

Ramiro Llona: la temible disciplina del espíritu, por Jorge Bruce

"Es el espectador el que tiene la puerta abierta para resonar con los colores, las formas, los tamaños y pigmentos, incluso los títulos, y averiguar qué le pasa". 

larepublica.pe
BRUCE

Se pinta aquello que impide pintar. Samuel Beckett

Esta es una columna extemporánea. Alude a una exposición en el MAC de Barranco que ya terminó. Ramiro Llona expuso una excepcional colección de lienzos imponentes por calidad y tamaño (en todos los sentidos de la palabra), en una de las pocas salas capaces de albergar (en todos los sentidos de la palabra) una muestra de esa envergadura. Hay que agradecer a Pedro Pablo Alayza y su equipo el gran trabajo realizado para hacerla posible. Si bien lo que me impidió escribir antes sobre esta manifestación artística fue la desoladora realidad del Perú, es esa misma desesperanza la que me lleva hoy a procurar expresar lo que ha significado esa exposición, de cara al cotidiano deterioro de nuestras condiciones de vida.

Digámoslo de entrada: Ramiro Llona no solo es el pintor más relevante de nuestro país, sino que ‘El Buen Lugar’ es la muestra más significativa en mucho tiempo en el Perú. El hecho de que seamos amigos desde hace medio siglo no interfiere en este comentario: de no pensar lo que voy a intentar decir, me habría bastado con ocuparme de otros asuntos, tal como lo hice mientras duró la presentación de sus obras. Acaso fue preciso que la muestra concluyera para que advirtiera lo necesaria que había sido, y la pena que siento por no poder volver a contemplarla.

Cuando la muestra estaba colgada en el MAC, fui invitado a un conversatorio sobre arte y psicoanálisis, a propósito de ‘El Buen Lugar’. Por la tarde, antes del conversatorio, tuve la oportunidad que anhelaba: estar a solas con los cuadros durante algunos minutos que me envolvieron y transportaron a ese lugar. Lo que sentí rodeado por esas invitaciones a entrar en la mente del pintor me rebasa. Por eso recurro a una cita encontrada en un libro reciente (El espíritu de la esperanza), de Byung-Chul Han, ilustrado con cuadros de Anselm Kiefer, otro pintor por el que siento una gran admiración. El filósofo coreano cita: “Walter Benjamin llamaba ‘imágenes que nos hacen pensar’ a las expresiones plásticas de los pensamientos y a los fenómenos que los ilustran, y decía que la primera imagen que nos hace pensar es la carne de gallina. Cuando una imagen nos hace pensar, es porque tiene un fuerte arraigo corporal.”

Este es un pensar impregnado de afectos y sensaciones corporales. Hace años, Ramiro me contó en una entrevista lo que le sucedía cada vez que comenzaba a pintar. Una vez que estaba ataviado y frente al lienzo, comenzaban a desfilar una serie de imágenes angustiantes que lo sobrecogían. El día del conversatorio explicó que ahora recibía esas imágenes con serenidad, a diferencia de lo que ocurría tiempo atrás. Este es un claro ejemplo del estilo tardío identificado por Edward Said, mencionado por Llona en una de las entrevistas y textos, inusualmente abundantes, que ha concedido con ocasión de esta exposición. Al terminar el conversatorio me dijo: “¿Te acuerdas cuando no me atrevía a hablar?”.

Otra evidencia de la madurez del artista es la incursión en un terreno que me animaría a llamar místico. Si bien su estilo inconfundible sigue ahí, esa tarde a solas sentí —acaso porque yo también he envejecido— que la poderosa energía que siempre han emanado sus cuadros venía acompañada de una melancolía que se me antojaba nueva. “La mejor parte de la biografía de un escritor decía Nabokov (citado por Enrique Vila-Matas en Montevideo) no es la crónica de sus aventuras, sino la historia de su estilo”. Cambiemos escritor por pintor y el resultado es el mismo.

Del joven que absorbió y transformó creativamente la obra de los maestros neoyorquinos del expresionismo abstracto, ahora emerge un maestro capaz de integrar esa fase de su estilo con el peregrinaje (no es casual el término) por la obra del Giotto, Piero della Francesca o Fra Angélico.

Ramiro trabajó durante ocho años en estos formatos desmesurados, sin tener la menor idea de lo que iba a suceder. Esa exigencia pulsional de crear contra toda desesperanza, pintando aquello que impide pintar, sumerge al espectador en una aventura que, si nos dejamos llevar, conduce hasta esas imágenes que Ramiro acoge ahora sin temor cada vez que se apresta a trabajar.

En algunas de las entrevistas y escritos que ha realizado Ramiro sobre el trabajo aquí expuesto, explica que no importa lo que él haya tenido en mente cuando pintaba ni cuando el cuadro estaba terminado. Es el espectador el que tiene la puerta abierta para resonar con los colores, las formas, los tamaños y pigmentos, incluso los títulos, y averiguar qué le pasa. No les voy a contar todo lo que me pasó a mí ante cuadros como ‘El abismo’, ‘El camino a Damasco’, ‘La visita’ o ‘La casa del peregrino’. De hecho, como acudí varias veces, en cada oportunidad sentí cosas distintas. Ramiro es un gran lector y por eso elige con cuidado sus palabras, tanto cuando escribe como cuando brinda entrevistas o pone títulos a sus obras.

Sin embargo, se apresura a explicar que esos títulos no clausuran el sentido. Cada espectador es libre de hacer con toda esa resonancia lo que le parezca. La obra de arte, decía mi maestro André Green, no se psicoanaliza: es la obra la que te analiza a ti. Lo que puedo decir aquí, para concluir, es que junto con la nostalgia por la siguiente muestra de Ramiro Llona, agradezco ese trabajo denodado durante largos años para que todos podamos sentir que no todo está perdido. Que aún en los momentos más sombríos puede surgir esta luz, esta belleza, esta esperanza, este urgente deseo de nunca rendirse.