Sin un mayor debate ni reflexión, el pasado 29 de mayo, el Pleno del Congreso aprobó, por mayoría y en primera votación, la eliminación de los movimientos regionales. Esta medida, que ni siquiera tuvo un espacio previo en el debate público, constituye un retroceso para el sistema político y electoral, en medio de un contexto de crisis institucional y de insatisfacción con la democracia.
De acuerdo con el Jurado Nacional de Elecciones, de las 12.956 autoridades regionales y locales electas, 7.129 han sido elegidas por movimientos regionales. Esto demuestra que mantienen no solo presencia y legitimidad en sus territorios, sino también una gran cantidad de votos. Si bien estas organizaciones tienen sus propios desafíos y atraviesan problemas de corrupción, falta de institucionalidad, liderazgos y debilitamiento interno, los movimientos regionales han jugado un rol fundamental en la historia política de los territorios, construyendo dinámicas que ayudan a entender las tensiones y particularidades de poblaciones diversas en sus respectivas regiones, provincias y distritos. Ahí donde la gente ha perdido la confianza en los partidos políticos nacionales y siente un abandono constante por parte del Estado, los movimientos regionales han logrado forjar vínculos y tener un mayor conocimiento de las realidades locales. Se necesitaba fortalecerlos, no eliminarlos.
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Un gran sector de la población percibe el ejercicio político como centralista-limeño. Al mismo tiempo, persisten la desconfianza y una fragmentación social histórica. En ese sentido, no hay nada más antidemocrático que vulnerar el derecho de la ciudadanía a organizarse y participar libremente de la vida política desde sus propios territorios y espacios.
No solo se ha eliminado a los movimientos regionales, sino también se ha atentado contra el pluralismo político. Es un intento por monopolizar la oferta electoral en un proceso que debe ser justo, abierto e inclusivo.