Alberto Fujimori está en libertad. Pero la historia de su liberación le subordina al Gobierno de una forma que acaso no fue imaginada por quien quiera que haya diseñado el procedimiento usado para liberarle.
Los hechos muestran que la idea original era cercar al sistema entero con una orden nueva de la justicia constitucional que reeditara el indulto sin dejar espacio para ninguna interferencia de los jueces de ejecución penal, que lo anularon en el 2018 y le han mantenido en prisión bajo la suspensión de efectos del indulto establecida finalmente por la Corte IDH en abril de 2020. La Fiscalía, entrampada como está en la peor crisis interna de estos años, no tiene papel que jugar en esta historia. Cercar a un Gobierno que vive cercado debe haber parecido sencillo.
Pero había prisa. El caso debía producir consecuencias antes que la Corte IDH pudiera reaccionar. Una vez liberado, con 85 años y la salud deteriorada, volver a ponerlo en prisión sería más difícil. El forcejeo y el apresuramiento quedaron en evidencia por los errores cometidos en un proceso que fue desarrollado a velocidad de vértigo. Nadie anticipó que el juez Fernández Tapia, en Ica, rechazaría la instrucción que tres integrantes del TC le impartieron públicamente. Alguien olvidó que las decisiones del Pleno del TC deben ejecutarse por el propio Pleno, el tribunal que dictó la sentencia, no por una mayoría. Y alguien olvidó también que antes de ordenar libertades los tribunales deben registrarse en el INPE.
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Al final los errores abrieron el espacio que se quería evitar: la Corte IDH (presidencia) alcanzó a ordenar la suspensión del procedimiento el mismo DIC05. A partir de ese momento, el control del desenlace pasó a manos de un Gobierno que, al comenzar la historia, no tenía más papel que el de un simple espectador circunstancial de la escena.
La noche de DIC05 el Gobierno estaba en perfecta posición para llevar la historia a un final distinto. Bastaba con registrar la notificación de la orden de suspensión de la Corte IDH (presidencia) para parar las imprentas y cambiar los titulares. De hecho, la última resolución del caso era esa, la de la Corte IDH, no la de los magistrados del TC.
Entonces el Gobierno decidió jugar el juego del desacato. El argumento sobre la supuesta falta de fuerza vinculante de las decisiones de ejecución de la Corte ha sido escrito para cierta parte de la tribuna. Pero no está en el arsenal de razones que pueden explicar por qué alguien como Alberto Otárola, que se formó con Enrique Bernales, un experto en DDHH, elige esa ruta. Imposible dejar de notar que el Congreso tiene que tomar una decisión sobre la denuncia que le relaciona con las muertes de diciembre del año pasado y enero del presente. Entonces eligió el desacato y tomó por rehén al rey de las piezas naranja del tablero.
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El siguiente round de esta pelea puede mostrar una aparente danza de guantes blancos entre el fujimorismo y el Gobierno. Esa danza podrá sostenerse mientras se organizan posiciones para la audiencia sobre el desacato que convocará en cualquier momento la Corte IDH. Pero después de la audiencia las cosas pueden dar una nueva voltereta. Defender un desacato ante la Corte a la que se ha desobedecido es imposible. Representa una derrota anticipada. Si el fujimorismo quiere mantener libre a su fundador necesitará más que la inmolación del abogado que, a nombre del Estado, pondrá la cara al papelón que viene.
Doblar la apuesta. Carmen Mc Evoy usa esa construcción para describir la mecánica absorbente de las guerras civiles, en las que se arriesga todo. La libertad de Alberto Fujimori obligará al fujimorismo a doblar la apuesta. Lo que no queda claro aún es qué se pondrá esta vez sobre la mesa.