Para entender por qué la guerra entre Israel y Palestina no va a terminar nunca, es pertinente abordar lo que constituye el motivo principal de la inacabable discordia: la maravillosa ciudad de Jerusalén, la primera línea entre el ateísmo y el credo, la morada de Dios.
En teoría es una Ciudad Santa, pero, en la práctica, es un nido de intolerancia, eterno objeto de deseo y trofeo de imperios desde hace como 3.000 años, hoy hogar cosmopolita de tres visiones del mundo, cada una de las cuales cree que Jerusalén le pertenece solo a ella. Para las tres religiones, Jerusalén es considerada el punto de encuentro entre Dios y el hombre, en donde todas las angustias de la humanidad se resolverán en el Apocalipsis: el final de los días, la batalla final entre Cristo y el Anticristo (cristianos, Jesús fue crucificado en Jerusalén). La Kaaba llegará a Jerusalén desde la Meca (islam, Mahoma fue enviado allí por Alá en un corcel alado), se celebrará el juicio final, resucitarán los muertos, llegará el reinado del Mesías y se abrirá el Reino de los Cielos (judaísmo, los primeros en ‘descubrirla’).
Este potente pensamiento mágico reposa sobre su arquitectura y sus templos: el muro de los lamentos de los judíos, sobre el cual se levantaron el Domo de la Roca y el complejo de mezquitas de Al Aqsa, como dos ‘verdades’ incompatibles.
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A solo metros de distancia, se ubica la Basílica del Santo Sepulcro (administrada por tres iglesias distintas). Trabajos de bordado histórico en el que los hilos están tan entretejidos que ahora resulta imposible separarlos. Israel lo hizo por la fuerza en 1948, declarándola su capital indivisible luego de una guerra que ganó contra los países árabes, pero en este caso no basta con ganar la guerra porque hablamos de fe y la fe puede mutar en terrorismo, en guerras en nombre de Dios.
Desde entonces, en un espacio de 124 km² rivalizan tres sistemas culturales mutuamente incompatibles y enajenados: el judío-laico, el judío-religioso y el árabe. La combinación de estos tres elementos, comprimidos en un mismo territorio, conforman la fórmula infalible para una gran reacción explosiva, lo cual está ocurriendo y, todo indica, la historia milenaria lo dice, volverá a ocurrir.
Como dice el historiador Meir Margalit, en Jerusalén rivalizan tres proyectos antagónicos que, en nombre de una supuesta pureza étnica, nacional o religiosa, reclaman legitimidad y niegan legitimidad al vecino. Apegados a sus pasados mitológicos y atormentados por un presente inseguro, cargados con dosis excesivas de memoria y un futuro incierto. Lo que predomina es el reino del más fuerte en nombre de la fe; y la fe todo lo justifica.