La presidenta Dina Boluarte viene proclamando a los cuatro vientos que su Gobierno permanecerá hasta el 2026. Lo dice sin cortapisas y con la seguridad que le da el respaldo de la mayoría parlamentaria, ese respaldo de cuño inconstitucional y frívolo que le permitirá inclusive gobernar desde el extranjero vía Zoom.
Esta seguridad de permanencia en el poder explica de alguna manera el triunfalismo y la soberbia con los que la presidenta se refiere a los críticos, autoridades provinciales y movimientos de protesta que se manifiestan contra su Gobierno. Imagina que ya estabilizó al país encaminándolo por la senda de la recuperación económica y que sus opositores solo son puñados de manifestantes vinculados al narcotráfico y al terrorismo que perturban el orden social y generan atraso.
Sin embargo, los hechos dicen otra cosa. El 80 por ciento del país, según encuesta del Instituto de Estudios Peruanos la desaprueba y un porcentaje aún mayor (91%) rechaza al Congreso que la sostiene en el poder. Una nueva escalada de protestas de las regiones del sur andino reclama su renuncia y nuevas elecciones. Y la imagen del Perú en el extranjero es la de un país gobernado por una cúpula cívico-militar con el respaldo de un Congreso corrupto.
El triunfalismo resulta así la ficción del que quiere engañarse a sí mismo. Los peruanos esperan justicia para las 67 víctimas de las protestas sociales de diciembre-enero, castigo para los responsables de sus muertes, urgente atención a las poblaciones abandonadas ante los desastres naturales y lucha efectiva contra la delincuencia callejera y la corrupción estatal. Sobre estos problemas no hay hasta ahora respuestas tangibles por parte del Gobierno. ¿De qué se ufana entonces la presidenta?