Ha muerto Jorge Edwards. A este enorme escritor y pensador chileno lo sobrevivirá su sólida obra, novelas, columnas, libros de ensayo y relatos que se cuentan entre los más relevantes que se escribieron en el último siglo en nuestro idioma y lo hicieron merecedor del Premio Cervantes 2000.
Recuerdo haber leído con mucho gusto algunos de ellos, como los ensayos de El whisky de los poetas, La muerte de Montaigne o los cuentos de Fantasmas de carne y hueso, aunque sin duda su libro más importante, aquel que fue más leído y comentado, pero sobre todo el que tuvo una mayor relevancia e impacto luego de su publicación, fue Persona non grata.
En él, Edwards relata sus desventuras en la Cuba castrista durante los años en que, desde el discreto cargo de encargado de negocios, el Gobierno de Salvador Allende le encomendó la misión de recuperar las relaciones diplomáticas e instalar la primera embajada chilena en La Habana. El libro, escrito con una prosa transparente y cautivante, es un descenso a los absurdos e iniquidades a los que la dictadura más longeva de nuestro continente arrastró a la isla.
Las afinidades iniciales de Edwards con la revolución se fueron esfumando a medida que descubría que aquella no era la utopía de igualdad y pureza soñada por el socialismo, sino un régimen represivo y caprichoso, que robó las libertades de los cubanos a medida que los empobrecía. Además de sufrir los aparatos de espionaje y represión que se enseñoreaban en la isla, a Edwards le tocó presenciar el caso del escritor Heberto Padilla, quien luego de la publicación de su poemario Fuera de juego, que incluía severas críticas a la situación cubana, fue obligado a un humillante proceso de retractación pública, en el que no faltaron las peores presiones e incluso las torturas.
Su crítica a este episodio hizo que Edwards fuera declarado persona non grata por el Gobierno de Fidel Castro. En lugar de amilanarse, el escritor aprovechó esta condena revolucionaria para titular sarcásticamente una novela testimonial cargada de desengaño e incredulidad que le produjo la condena unánime de la izquierda política e intelectual, pero contribuyó a abrir una brecha de independencia y disidencia entre otros escritores como Emir Rodríguez Monegal o Mario Vargas Llosa.
Conocí a Jorge Edwards hace unos años en una de las tertulias del café Gijón de Madrid. Desde entonces coincidimos intermitentemente en ferias del libro, teatros o reuniones privadas. Era una persona fascinante, aguda y muy simpática que nunca perdió la curiosidad, las ganas de aprender y vivir novedades. Con más de 80 años, había cumplido el anhelo de mudarse a España “antes de hacerse viejo”. Perdemos al escritor, pero también a la figura ética, que nunca temió —con elegancia y humor— llamar a las cosas por su nombre.