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Opinión

Pésimo servicio

“... asistimos al espectáculo de bancadas oportunistas ajustando sus posturas a negociaciones por prebendas o espacios de poder, el oficialismo incluido”.

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La excongresista asegura que Pedro Castillo se fue alejando cada vez más del compromiso con el pueblo sobre las reformas anunciadas en campaña electoral. Foto: composición Jazmin Ceras / La República

Con el paso de los meses, el resultado electoral de 2021 se ha convertido en otro eslabón en el encadenamiento de crisis en el que permanecen atrapados los poderes del Estado, las instituciones y las organizaciones políticas. No se ha cumplido la pesadilla comunista que asustaba al electorado que se decantó por el fujimorismo en segunda vuelta. Tampoco parece haber lugar para los deseos más optimistas, que iban desde abrir un nuevo camino para la desgastada democracia peruana, con una mínima agenda de reformas, hasta la posibilidad de un corte a la continuidad neoliberal, con un manejo económico distinto y el impulso al debate de una nueva constitución.

La realidad es mucho más simple y dura. Con cuatro gabinetes a cuestas en menos de un año, el gobierno del presidente Castillo no logra avanzar en ninguna de sus ofertas electorales, ni afirmarse en el perfil radical con el que captó la preferencia del electorado de izquierda, y sobre todo, aquel de las regiones más empobrecidas y postergadas del país. La sensación de urgencia que transmitió su candidatura y la comprometida defensa que convocó su elección ha dado paso a un creciente fastidio por el tiempo que parece consumirse en nombramientos indefendibles y en las disputas de su círculo personal más próximo en torno a posiciones de influencia indebida en el Estado.

El panorama no es muy diferente en el bando de sus adversarios, que pasaron de la insostenible teoría del “fraude en mesa” a la bandera de la vacancia —cuando no del desembozado golpismo— sin mejoras de forma o de fondo respecto a las herramientas ciudadanas, políticas o legales para perseguir sus objetivos. La agresiva campaña de las élites mediáticas y empresariales para deslegitimar al gobierno apenas sirven de marco a muy limitadas movilizaciones callejeras o para animar la actividad presencial o virtual —pero siempre delincuencial— de grupos de choque como La Resistencia. Su inversión no encuentra hasta ahora traducción política en el Congreso, donde la mal llamada “oposición” parlamentaria, representada por militares retirados como Jorge Montoya y fujimoristas de segunda fila como Martha Moyano, se muestra cada vez más desalentada en su búsqueda de votos.

Se trata pues de una polarización muy superficial: de un lado, un gobierno débil en el que hoy es difícil reconocer la intención de cambios de fondo, y del otro lado, un sector ultra del parlamento que muestra no tener los recursos o la habilidad para imponerse, ni por la razón ni por la fuerza. Entre ambos, asistimos al espectáculo de bancadas oportunistas ajustando sus posturas a negociaciones por prebendas o espacios de poder, el oficialismo incluido. Todos se necesitan mutuamente para sobrevivir hasta que se les presente una mejor chance de volver al ataque.

Mientras tanto, el gobierno ha asumido su permanencia no como una oportunidad histórica o una necesidad democrática, en el sentido de una defensa del mandato recibido de las urnas, sino como un fin supremo, y ha recurrido para ello a neoliberales, promotores de pseudociencia, terruqueadores y denunciados por agresores. Y en el camino ha ido dejando de lado todo lo que un gobierno del pueblo debía intentar: ir más allá del eslogan de la “segunda reforma agraria”, defender una reforma tributaria pro igualdad, renegociar los contratos del gas natural, impulsar un programa de mejoras de derechos laborales, asegurar la consulta previa para proyectos extractivos o siquiera imponer la justa sanción contra Repsol.

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