
Mientras el presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva fortalecía lazos en Pekín, una declaración del gobierno chino hizo eco con fuerza, evocando una advertencia de tinte histórico: América Latina no necesita una “nueva Doctrina Monroe”.
La afirmación, realizada el último domingo por el viceministro chino de Relaciones Exteriores Miao Deyu, no fue fortuita. Constituyó una réplica directa a la renovada estrategia diplomática y comercial de Estados Unidos en la región, y dejó en claro que la disputa por la influencia en América Latina ha entrado en una etapa decisiva.
Cabe señalar que la reunión entre el presidente brasileño y representantes del gobierno chino se dio a conocer pocas horas después de que se hiciera pública la tregua de 90 días entre Estados Unidos y China.
En las últimas semanas, el gobierno chino ha multiplicado los gestos simbólicos y los acuerdos económicos con América Latina. La visita de Lula —acompañado por una nutrida delegación empresarial— fue un hito más en una estrategia de largo aliento que busca posicionar a Pekín como socio prioritario en infraestructura, comercio, energía y tecnología. También fue una jugada política: un mensaje directo a Washington de que América Latina ya no gira, necesariamente, en torno a la Casa Blanca.
“La idea de una nueva Doctrina Monroe no es un accidente retórico”, sostiene el internacionalista Francesco Tucci, en conversación con La República. “Estados Unidos siempre ha visto a la región como su zona de influencia natural, especialmente bajo el corolario de Roosevelt, conocido como el Big Stick, que justificó intervenciones militares con el argumento de exportar su modelo democrático”.
Hoy, ese discurso reaparece con otro envoltorio: comercio justo, lucha contra la corrupción y seguridad regional. Pero el fondo, advierte Tucci, sigue siendo el mismo: control.
La reacción de Pekín llega en un contexto sensible. Mientras China afianza su presencia con proyectos como el megapuerto de Chancay en Perú, redes eléctricas en Brasil o inversiones en minería en Argentina y Bolivia, la administración Trump —que ya prepara su retorno a la política— ha recuperado su viejo discurso hemisférico.
"Pondremos a América primero, también en América Latina", dijo Marco Rubio, secretario de Estado del actual gobierno, quien ya ha visitado Panamá, Guatemala y otros países en busca de apoyo.
Estados Unidos, sin embargo, enfrenta una nueva realidad. Aunque invoca una política exterior de principios, sus herramientas tradicionales de presión ya no garantizan obediencia. La amenaza de tomar control del Canal de Panamá o las medidas unilaterales de Trump han generado incomodidad incluso entre socios tradicionales.
En 2018, en plena guerra comercial, Trump y Xi Jinping acordaron una tregua arancelaria de 90 días durante la cumbre del G20. Washington congelaba nuevos aranceles; Pekín prometía aumentar sus compras. Fue un alto el fuego táctico, no una paz duradera.
La desconfianza persiste, y ahora el tablero se ha trasladado parcialmente a América Latina, donde las dos potencias compiten con estrategias distintas: Estados Unidos apela a la retórica política, China a los contratos firmados.
“La diferencia es que China planifica con décadas de anticipación”, explica Tucci. “Su presencia en América Latina no es improvisada. Viene construyéndose desde Hu Jintao, con tratados, inversiones y una narrativa que conecta con el deseo de autonomía de muchos países latinoamericanos”.
¿Y América Latina? Juega su propio ajedrez. No quiere elegir entre Washington y Pekín, pero tampoco quiere ser peón de nadie. En tiempos de multipolaridad, los presidentes buscan socios estratégicos, no tutores ideológicos. Lula lo sabe. Por eso sonríe en Pekín, pero mantiene un pie en Washington.
Y por eso también la región escucha con atención cuando China invoca el fantasma de Monroe: porque esta vez, la disputa ya no es solo entre imperios y repúblicas, sino entre modelos de desarrollo y nuevas formas de dependencia.

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