L a última vez que estuve en Caracas, Sofía Ímber me narró con lujo de detalles aquel día horrible, el 15 de enero de 1988. Carlos y ella se habían levantado al alba, como de costumbre, para su programa televisivo, “Buenos días”, y éste había transcurrido de manera sosegada, sin las polémicas y griterías, tan frecuentes. Se alistaban para irse, ella a su museo y él a su despacho, a escribir los artículos que salían en El Universal o en Vuelta, la revista mexicana de Octavio Paz. Carlos recordó entonces que tenía un paquete en la esquina que necesitaba con urgencia y, como era día de salida del servicio, pidió a su mujer que lo recogiera. “Tardé diez minutos, a lo más”, me aseguró ella. Cuando volvió, la casa había cambiado. Reinaba un silencio profundo en todos los cuartos. La voz de Sofía era insegura: “¡Carlos! ¡Carlos!”. Estaba en el baño, con el revólver en su mano. Se había volado la tapa de los sesos.
Sin la menor vacilación, Carlos Rangel defendía la libertad, la propiedad privada, la economía de mercado y –el colmo de los colmos– la globalización
Se han dicho tantas cosas sobre el suicidio de Carlos Rangel que ya nadie sabe a qué atenerse: que había una larga lista de suicidas entre sus ancestros, que estaba convencido que América Latina había optado por el buen rumbo –es decir, el democrático y liberal, que él tanto defendió– y que podía morirse tranquilo. ¿Qué hubiera sido de él con las dictaduras de Chávez y Maduro? Estaría preso, habría sido asesinado como tantos adversarios de esos tiranos, o quizás se habría exiliado en Francia, donde vería mucho a Jean-François Revel, quien lo había animado a escribir ese libro de 1976, Del buen salvaje al buen revolucionario, que provocó polémicas en toda América Latina.
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Carlos había nacido en 1929 y estudiado en Francia, donde conoció a Revel, muy influyente en su vida. Había practicado el periodismo desde muy joven, defendiendo la democracia en aquellos años en que el delirio marxista había hecho presa de todas las universidades de Occidente. Cuando lo conocí, él y su mujer, Sofía, acababan de aceptar una invitación de la Universidad Central de Venezuela –entonces dominio de la revolución y la guerrilla, y hoy, gran resistente a la dictadura de Maduro–, donde, para llegar al auditorio, habían tenido que sufrir insultos, escupitajos y pedradas. Pero lo habían hecho y hablado, defendiendo, ante una jauría rugiente, los valores liberales que ambos promovían contra viento y marea.
Eran “otras voces, otros ámbitos”, para repetir el título de una novela de Truman Capote. Aunque entre bofetadas y puñetes, todavía se podía hablar. Ahora ya no: un manto de tinieblas y de sangre ha caído sobre la tierra de Bolívar. La aparición Del buen salvaje al buen revolucionario, en el que Rangel comparaba el fracaso político de América Latina con el éxito democrático e industrial de los Estados Unidos había sido la excepción a la regla sociológica y política de aquellos años, en que proliferaban los ensayos sobre la teoría de la dependencia, el subdesarrollo y la captura del Estado por los agentes culturales, de inequívoco sabor gramsciano. Sin la menor vacilación, Carlos Rangel defendía la libertad, la propiedad privada, la economía de mercado y –el colmo de los colmos– la globalización, como la fórmula que debían optar los países que querían vencer al subdesarrollo. A ese libro había sucedido luego El tercermundismo, en 1982, y, ya póstumo, en 1988, esa excelente colección de ensayos que es Marx y los socialismos reales y otros ensayos. En tres libros y centenares de artículos se basaba el gran prestigio –y los odios múltiples– que había alcanzado Carlos Rangel.
Acabo de releer Del buen salvaje al buen revolucionario y parece increíble que aquellas propuestas tan sensatas, que en nuestros días son las de una inmensa mayoría de latinoamericanos, de gobiernos civiles nacidos de elecciones genuinas, de una prensa libre y crítica, de empresas independientes y de combatir la pobreza con inversiones nacionales y extranjeras y una educación pública de alto nivel, hubieran provocado tanta controversia. Es probable que en aquellos años de ideologías y políticas destructivas se labrara la ruina de una América Latina a la que el coronavirus hundirá ahora en la miseria. En el ensayo, por lo demás, hay una sobrevaloración de los partidos socialdemócratas, que Rangel llama “apristas” porque nacieron de las ideas del peruano Víctor Raúl Haya de la Torre; no todos funcionaron tan bien como en Venezuela, donde, gracias a Rómulo Betancourt y a Carlos Andrés Pérez, dieron buenos resultados, pero en otros países, como el Perú y Argentina, recibieron tanta influencia del nazismo como del comunismo, fueron fuente de corrupción y llegaron incluso a practicar el terror. Nadie diría ahora que el peronismo argentino, que ha destruido este país, difundió las ideas liberales y democráticas en aquello que fue la gran nación del Río de la Plata y es ahora una ruina. Hay, incluso, en el libro una peligrosa admiración por ciertos caudillos, como Porfi rio Díaz, y cierta simpatía por el “sistema” de México, al que presenta como el único país que no ha tenido golpes de Estado ni revoluciones en medio siglo, como si la “dictadura perfecta” del PRI no hubiera concentrado todo el horror y la corrupción que prevalecían esporádicamente en los otros países latinoamericanos. Pequeñas debilidades que parecen habérsele escapado a ese demócrata cabal y valiente que fue Carlos Rangel.
Entre sus tres libros, prefiero el último: Marx y los socialismos reales y otros ensayos. El prólogo que escribió para una edición del Ateneo de Caracas en 1980 del Manifiesto comunista es una pequeña obra maestra, sobre todo la manera como, según él, aquellas ideas anticuadas y desfasadas en la actualidad se fueron infiltrando en los países del Tercer Mundo y generando una esperanza de liberación, trabajo limpio y una vida decente y justa en las masas hambrientas y oprimidas. Por otra parte, los artículos que aparecían en El Universal de Caracas eran de una rigurosa información –él comentó allí con lujo de detalles la polémica entre Sartre y Camus y el “caso Padilla” y las indignas denuncias que hizo este poeta cubano, en una sesión pública de la Unión de Escritores, de sus colegas y amigos que hablaban mal de la Revolución y eran potenciales “disidentes”.
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En lo que no estoy de acuerdo con él es en su tesis de que las ideas políticas que valen para el Occidente no sirven en América Latina y hay que buscar otras, que se adapten a nuestras tradiciones y costumbres. ¿Por qué no valdrían para nosotros? Todos los países, sin excepción, de Europa y el Asia –no se diga el África– pasaron por tiranías execrables y por sueños quiméricos que los empobrecieron y hundieron, y, luego, algunos, como Singapur, Corea del Sur y Taiwán, por ejemplo, en consonancia con los tiempos que corrían, descubrieron la fórmula del verdadero progreso, la aplicaron y ahora han superado el hambre, la desocupación y el subdesarrollo y comienzan a vivir en la prosperidad y la libertad. ¿Por qué no podría América Latina seguir su ejemplo?
Una última palabra sobre Sofía Ímber de Rangel, una de esas mujeres venezolanas íntegras y valerosas que se juegan la vida encabezando la resistencia a la dictadura de Maduro. Ella sola creó, asediando a sus pintores amigos –que eran los mejores– para que donaran cuadros, el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas. Llegó a formar una colección de muy alto nivel, un ejemplo para toda América Latina. El comandante Chávez borró primero el nombre de Sofía de sus puertas y luego lo “nacionalizó”. Sofía se murió a tiempo para no ver qué quedaba de la obra en la que había trabajado media vida.