Aunque, como el sesenta y tantos por ciento de peruanos, estoy convencidísima de que Pedro Pablo Kuczynski debe dejar la presidencia, personalmente detesto la idea de que la vacancia de un mandatario constitucionalmente elegido pase por las manos de un congreso cuyos líderes están igual o más contaminados con el escándalo Lava Jato y, peor aún, cuyo interés no tiene nada de institucional, sino que pasa por el deseo de tener el camino libre para tomar, mediante sucias triquiñuelas, aquello que los votos no les dieron (Yes, Keiko, I’m talking to you!). Y, repito, Pipikey ya es una vergüenza nacional y debe salir del poder, pero debe hacerlo mediante los procedimientos que ordena la Constitución (y lo que ordena no es una moción frankensteiniana como la que se debate por estos días) o por la presión de las calles, que, finalmente, son las que tienen el derecho de repudiar al hombre que las defraudó, no solo por los indicios cada vez más graves de haber incurrido en corrupción, sino por el aberrante indulto al ex dictador y por haberse arrodillado, vergonzosa y consistentemente, ante la lideresa del partido que se dedicó a obstruir su gobierno desde el primer día. Pero he aquí que, sospechosamente, la mencionada lideresa de pronto lanza a don Martín Vizcarra, el ex presidente regional moqueguano y hoy embajador en Canadá, como la única opción para salir del entrampamiento en que la conducta presidencial ha sumido al país y, como ensayaditos en coro, todos los demás políticos le hacen el amén, convertidos todos de pronto en unos “vizcarralovers”. ¿Pero es verdad tanta belleza? ¿Es don Martín Vizcarra -quien por ahora se mantiene calladito, a la expectativa- la panacea de todos nuestros males, el prócer que dará estabilidad al país, el Chapulín Colorado que nos salvará de los villanos y conjurará la crisis que se cierne sobre nosotros por las tardías mataperradas de un presidente que no dio la talla? ¿Realmente lo respetarán quienes ahora le ponen la alfombrita roja y no se la arrebatarán apenas convenga a sus intereses? Una cosa es cierta, y es que Vizcarra nunca fue realmente parte del aparato de gobierno que armaron doña Meche Aráoz y don Fernando Zavala (que, según cuentan, aún ejerce de primer ministro en la sombra), y es vox pópuli que los miembros del cogollo oficialista lo choleaban sotto voce apenas se daba la vuelta y jamás lo consideraron un igual. Pero también es cierto que los congresistas de Fuerza Popular no tienen la menor intención de dejar gobernar a nadie que no sea su lideresa, y que, apenas don Martín ponga los fondillos en el sillón de Pizarro –si llega a ponerlos, claro-, comenzarán a hacerle la vida a cuadritos, tal como se la hicieron a su predecesor, y no hay que ser vidente para adivinar que comenzarán a agitar el cuco de Chinchero para doblarle el espinazo y darse el gustazo de también vacarlo, como también vacarían, en su turno, a doña Meche Aráoz, por muy lindo que le quede el kimono. Y todo aquello se hizo más que evidente esta semana, después de la más reciente de las triquiñuelas legales del fujiaprismo, que, por providencial iniciativa de don Mauricio Mulder, acaba de hacer tremendo cambiazo a la Constitución -a través de una simple modificación al reglamento del Congreso-, cuya única finalidad es que, entre quien entre a gobernar, jamás pueda plantear una moción de confianza para su gabinete ministerial y, así, tampoco ponga en riesgo la estabilidad de los congresistas en sus cargos. Eso es algo que deben tener en cuenta quienes ahora se la juegan por la vacancia presidencial, sin pararse a pensar que podrían estar haciéndole el juego (¿alguien dijo tontos útiles?) a quienes solo buscan la inestabilidad absoluta para hacerse del poder y tomar, mediante retorcidos métodos, el poder que les negaron las ánforas. Ojo, esta no es una defensa de un presidente indefendible, sino solo una advertencia de la inminente posibilidad de que, por no mirar más allá de lo evidente y esperar los momentos correctos, podemos todititos terminar saltando de la sartén para terminar cayendo en las brasas ardientes del caos.