El hospital San Andrés, ubicado en la octava cuadra del Jr. Huallaga, cerca a la Plaza Italia, registra sus inicios en 1552. Hace 470 años, Francisco de Molina atendía en el Callejón de Santo Domingo, cerca a su casa, a enfermos carentes de recursos económicos. El amparo a los indispuestos era entonces un acto de caridad cristiana.
Como lo recuerdan Agustín Iza y Oswaldo Salaverry en un texto publicado por la facultad de Medicina de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM), “la salud era un don divino y la enfermedad una prueba de fe. El médico se formaba más como académico que como práctico y socialmente era mejor considerado en cuanto podía comentar adecuadamente los clásicos hipocráticos y galénicos“.
La corona española financiaba el mantenimiento de las instalaciones. Invertía una vez al año para que el recinto funcione. El virrey Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, aportó inicialmente. Es en su honor el nombre del recinto.
Pese a que las visitas de los médicos a los hospitales eran infrecuentes, la mayor parte del tiempo la atención la comandaban botiqueros y mozos. A lo máximo recibían visita especializada una vez a la semana. En esas horas se recetaba, según Iza y Salaverry, “medicamentos del arsenal galénico, dietas y ocasionalmente sangrías o flebotomías“.
De Molina fallece en 1600. Entonces el padre Juan Sebastián se interesa por el nosocomio San Andrés y solicita protección del marqués de Salinas, Don Luis de Velasco. Según Lastres se funda, al tiempo de una hermandad y mayordomía, “la loquería del hospital“.
Para entonces ya había sido nombrado médico Alonso Gutiérrez, según se consigna en el archivo de Indias de Sevilla. Se le pagó 200 pesos en plata corriente. Años después, en 1568, se instala el tribunal del protomedicato.
Actualmente, es una suerte de clínica de los balcones patrimoniales y pasó a pertenecer a la Beneficencia de Lima.
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El lingüista Johann Jakob von Tschudi describió lo que ocurría cada 30 de noviembre, día de San Andrés, en el hospital referido. “Esta ocasión es aprovechada por los habitantes de Lima para poder divertirse mirando a los locos. Es un espectáculo escandaloso ver a estos infelices expuestos como objetos de burlas y de curiosidad del público“, escribió.