El juicio necesario para el mantenimiento de la democracia

Los ciudadanos no deberían renunciar a su derecho de exigir rendimiento de cuentas y capacidad de fiscalización del poder a través de la protesta y en periodos electorales.

Una de las ideas más corrosivas que circulan hoy en el debate público es aquella que sugiere que cambiar de opinión política es una señal de debilidad o falta de convicción. Nada más funcional a los proyectos autoritarios.

La democracia, como demuestra la experiencia histórica, no se sostiene sobre lealtades ciegas, sino sobre una virtud cívica mucho más exigente: el discernimiento.

Votar es un acto racional condicionado por promesas, diagnósticos y expectativas. Contrariamente a las acusaciones que suelen hacerse de forma ligera, el voto no es un juramento perpetuo. Cuando un ciudadano constata que las promesas que motivaron su apoyo fueron falsas o incumplidas, corregir su preferencia no solo es legítimo sino que se torna en un acto de profunda responsabilidad democrática.

De otro modo, insistir en el respaldo pese a la evidencia del engaño puede derivar en resignación. Esto último, el combustible más útil para proyectos autoritarios.

No se trata de una percepción ideológica, sino de una experiencia concreta de gestión que contradice lo prometido.

Este tipo de corrección política suele ser estigmatizada. Se acusa al elector arrepentido de voluble o ingenuo, cuando en realidad está ejerciendo el mecanismo central que hace vigente un régimen democrático: la rendición de cuentas.

Las democracias funcionan cuando los gobernantes saben que sus promesas serán contrastadas con sus actos y que el incumplimiento tendrá costos.

El verdadero peligro democrático no es el ciudadano que reconoce su error, sino aquel que lo justifica. El que relativiza las mentiras, normaliza el abuso o se refugia en la idea de que “igual es mejor que los otros”. Ahí el voto deja de ser control y se convierte en cheque en blanco.

En contextos de polarización y degradación institucional, ejercer este juicio es un acto de resistencia.

Ya que la democracia no se erosiona cuando los ciudadanos cambian de opinión, sino cuando renuncian a su derecho a ser representados por verdaderos representantes.