Jorge Bruce es un reconocido psicoanalista de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ha publicado varias columnas de opinión en diversos medios de comunicación. Es autor del libro "Nos habíamos choleado tanto. Psicoanálisis y racismo".
El frenesí creciente desatado por la inminencia de las elecciones tiene múltiples consecuencias. Para mostrarlo podemos observar el comportamiento del presidente Jerí. Su trayectoria cotidiana oscila entre la del colibrí y el tiburón. Ambas especies requieren moverse sin descanso para sobrevivir. Lo propio sucede con el mandatario. Sabe que los integrantes del Pacto de Gobierno están atareados en descubrir la manera de garantizar su sobrevida después de las elecciones. Como aún no lo consiguen, siguen jugando menos ajedrez que arrojando los dados. Su objetivo estratégico: tener el control total de las instituciones, como alguna vez lo hicieran Fujimori y Montesinos, para de ese modo amarrar las elecciones a su favor. Pero la tarea está resultando más compleja de lo previsto y los plazos se acortan.
De modo que, pese a los esfuerzos de los miembros del Pacto de marras, parece que los ciudadanos seguirán teniendo la última palabra. Acaso lograrán que ese espacio de decisión esté muy acotado, pero no alcanzarán su sueño de designar y coronar al candidato de sus sueños.
Así las cosas, la pelota está en la cancha de la gente, aunque su equipo tampoco esté afiatado. La prueba de esto es que las encuestas no pueden, hasta el momento, encontrar un candidato que llegue al diez por ciento de aprobación. La gente, decíamos, podría recuperar algo de un poder democrático que el Pacto ha intentado infructuosamente pulverizar. Lo cual no significa que la ciudadanía las tenga todas consigo. Por el contrario, estos años de Castillo y Boluarte (ahora Jerí) han sido nefastos para la calidad de vida de las mayorías. Lo cual tiene diversos impactos sobre la psiquis, el mundo interno de las personas. Mucho se ha hablado y escrito, en este tiempo, acerca de la apatía, el desaliento, la desmoralización, en fin, la desesperanza de una población sin futuro que valga la pena vivir. Porque futuro siempre hay, pero no necesariamente uno que veamos con anhelo o confianza.
Una de las consecuencias a las que aludíamos es la polarización entre la gente, pero, no menos importante, en cada uno de nosotros. La República, en su editorial del domingo, alude con buen criterio a la problemática de la “confrontación y polarización exacerbada”. En efecto, esto se puede ver en las propias familias, ese ámbito que muchas veces asumimos como un lugar seguro y armónico. En Latinoamérica, a diferencia de lo que ocurre en los países desarrollados del primer mundo, los vínculos familiares son asumidos como espacios de seguridad y confianza.
La prueba ácida de que esto es, por lo menos en parte, un malentendido, es la cantidad de veces que esta cercanía se traduce en transacciones económicas que terminan en conflictos por incumplimiento de lo acordado. “Le presté dinero sin exigirle ningún papel” es una historia que he escuchado en múltiples ocasiones en mi consulta. El lector habrá adivinado que este salto de fe no siempre termina bien. Acaso lo ha experimentado en carne propia.
La tensión propia de los procesos electorales somete a una ruda prueba la vigencia tercermundista de estos vínculos “sagrados”. El sacrilegio siempre está al acecho de lo sagrado. Por eso, algunas familias optan por proscribir las discusiones políticas de las reuniones familiares. O bien alguno de los miembros del grupo familiar opta por callar sus convicciones en la mesa, para no exacerbar el probable conflicto. Pero esto no siempre funciona. De este modo, es habitual que, incluso entre los integrantes de una pareja, las brechas se acentúen entre caviares y DBAs, por ejemplo.
Lawrence Durrell escribe en alguno de sus textos: “Ante el inextricable laberinto de la mente humana solo queda una respuesta posible: la ternura irónica, el silencio.” Pero esta exhortación es tan cuesta arriba como la que promueve en su editorial La República: el diálogo. Sin embargo, ambas actitudes son indispensables. En los dos ejemplos que he citado como alternativas a la complejidad, media la capacidad humana de escuchar. Algo que parece muy arduo en estas épocas de histerización de la conversación, pública o privada. Cabe en este punto rendir homenaje a la infatigable labor de Max Hernández en el Acuerdo Nacional. Aunque suene a oxímoron en el Perú, Max no baja los brazos. Algún día, estoy seguro, sus esfuerzos infatigables rendirán frutos.
Lo cual nos lleva al último punto, que Max con certeza suscribiría porque fue él quien me enseñó a reconocerlo: la polarización tóxica en el interior de cada uno de nosotros. Tóxica en el sentido de que no se admiten puntos de contacto, puentes, la capacidad de admitir que hay algo de verdad en las diversas partes que nos integran. Traducido al lenguaje político, esto podría formularse así: hay una parte en mí que aspira a una democracia respetuosa de los derechos humanos, así como hay otra que desearía un orden inapelable, recurriendo a la fuerza necesaria para imponerlo. Estos extremos se pueden descomponer en infinitas variantes, por supuesto. Una cosa es estar en contra de la pena de muerte y otra es enfrentarse a delincuentes que amenazan a tu familia, para poner un ejemplo común en estos días de mayúsculo desorden y proliferación del poder mafioso.
No lograría en este espacio desmenuzar lo que implica aventurarse en la exploración de las contradicciones en el seno, no del pueblo, sino de cada uno de nosotros. Lo cierto es que por ese camino podemos avanzar en una mejor comprensión de lo que está a nuestro alcance, a fin de entender un poco mejor la angustiosa situación con la que nos vemos confrontados.

Jorge Bruce es un reconocido psicoanalista de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ha publicado varias columnas de opinión en diversos medios de comunicación. Es autor del libro "Nos habíamos choleado tanto. Psicoanálisis y racismo".