René Gastelumendi. Autor de contenidos y de las últimas noticias del diario La República. Experiencia como redactor en varias temáticas y secciones sobre noticias de hoy en Perú y el mundo.

INPE: Rehabilitando a los rehabilitadores, por René Gastelumendi

¿Polígrafo para los criminales? No, para el INPE. Esa es la cruda paradoja que nos ha dejado esta semana el gobierno.

Ha pasado justo un mes desde aquel "apagón" eléctrico que la gestión de José Jerí vendió como medida de fuerza y que, en realidad, fue la primera confesión de impotencia del Estado. Ahora, la historia se repite con una nueva herramienta. El jueves, el primer ministro anunció, con una timidez que no es coherente con la gravedad de la crisis, una "reforma absoluta" del sistema penitenciario. Como gran medida inicial, se publicó un Decreto Supremo para someter al detector de mentiras a dos mil empleados. El mensaje es humillante pero claro: el Estado confía menos en quienes tienen las llaves que en quienes están tras las rejas.

Lo frustrante de esta timidez es que, como abordé en una anterior columna, de todas las instituciones que el Perú necesita sanear para frenar el crimen (como la Policía Nacional o el monstruoso sistema de justicia, Poder Judicial, Fiscalía), el INPE debería ser la más sencilla de reformar. Es la más acotada, la más pequeña en tamaño institucional y la más gravitante. No es un laberinto procesal como las otras; es un sistema cerrado de muros y rejas. Que no se haya reformado hasta ahora no es por complejidad técnica, sino por pura falta de voluntad. Pasan los presidentes, pasan los congresos, pasan los ministros de justicia, pasan los jefes del INPE. La reforma no es solo cambiar a la “cabeza”, como la actual, seriamente cuestionada. Esa reforma no tendría nada de “absoluta”.

Ahora estamos ante el absurdo de tener que "rehabilitar a los rehabilitadores". Y es que el INPE no es una oficina burocrática cualquiera; es la institución más sensible porque es la única que tiene contacto directo, físico y diario con el mal, lo mira a los ojos y esos ojos criminales lo miran, lo amenazan, lo tientan. El agente penitenciario respira el mismo aire que el sicario y el extorsionador. Esa fricción constante ha podrido los cimientos de la institución, pero no solo por debilidad moral, sino por una rendición aritmética y económica bastante obvia.

Para entender el desastre, hay que mirar los números, que son tan fríos como aterradores. En el papel, el INPE cuenta con unos 11,000 trabajadores para controlar a una población de casi 100,000 internos. Una división simple sugeriría un agente por cada nueve presos. Pero la realidad es una trampa con efectos devastadores. Descontando al personal administrativo y aplicando la regla del turno "24x48" (24 horas de trabajo por 48 de descanso), la fuerza real de seguridad en un momento dado se reduce a un tercio.

La verdad del patio es que, en los penales más críticos, como Lurigancho, tenemos a un solo hombre rodeado por 60, 80 o hasta 100 criminales. Y a ese hombre, que se juega la vida en cada guardia, el Estado le paga un sueldo que bordea los 2,800 soles incluyendo bonificaciones por riesgo de vida. Es una asimetría brutal. En ese escenario de soledad, precariedad y vulnerabilidad, donde la autoridad es una isla mal pagada en un mar de delincuencia con dinero al acecho, la corrupción deja de ser solo una opción y se convierte en una estrategia de supervivencia.  Básicamente, se le pide a un hombre que arriesgue su vida y rechace sobornos de mafias millonarias por menos de 800 dólares al mes.

Por eso, la coima se ha institucionalizado. Ya no es una desviación, sino un "ingreso familiar" tácito, un sobresueldo aceptado por el sistema para compensar el riesgo de trabajar en el infierno. Hace décadas que se rompió el contrato moral: el carcelero se ha vuelto socio del encarcelado. Es esta sociedad perversa la que permite que, pese a las requisas, sigan ingresando wifi, chips por millares, celulares, drogas a granel, televisores de pantalla plana, armas de fuego, licores y todo lo que el dinero pueda comprar.

Para romper este círculo, hay que entender que la seguridad no tiene color político. Aquí no se trata de discusiones estériles entre "caviares", derechas o izquierdas. El celular que extorsiona desde una celda no tiene ideología; la bala que mata en la calle por orden de un recluso no distingue partidos. Exigir honestidad pasa, inevitablemente, por el tema remunerativo. No se puede exigir heroísmo a precio de ganga. Si queremos agentes que digan "no" a la coima, debemos pagarles lo suficiente para que ese "no" sea realistamente más viable.

Asumamos que pedir "resocialización" hoy es una utopía ridícula. La ciudadanía se conformaría con algo mucho más básico: que se cumpla el castigo. Que la cárcel sea cárcel. Pero mientras la aritmética del control y la economía del salario sigan rotas, los penales seguirán siendo las coladeras de siempre, adornadas con requisas para las cámaras.

El polígrafo es el reconocimiento oficial de esta quiebra. Jerí tiene una prueba de fuego concreta enfrente. Aunque su tiempo en el poder sea corto, tiene la oportunidad de dejar un legado real. No se le pide que termine el edificio, pero sí que deje los cimientos de una nueva carrera penitenciaria. Si su "reforma absoluta" se limita a conectar a sus empleados a una máquina para ver si mienten, no cambiará nada. El desafío es romper la cadena de la coima y dignificar la función, para que, por fin, la autoridad penitenciaria se distinga del delincuente y no tenga que someterse a las mismas pruebas de desconfianza.

René Gastelumendi

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René Gastelumendi. Autor de contenidos y de las últimas noticias del diario La República. Experiencia como redactor en varias temáticas y secciones sobre noticias de hoy en Perú y el mundo.