La jornada de marcha vivida ayer se erigió como una de las manifestaciones cívicas más significativas de los últimos tiempos. Miles de ciudadanos tomaron las calles con determinación, ejerciendo su derecho a la protesta en un clima de respeto.
A pesar de ello, desde el oficialismo y sus aliados se intentó, una vez más, deslegitimar la movilización mediante la retórica del miedo. Se habló de “subversión”, de “agendas ocultas”, de “conspiraciones”. Nada más alejado de la realidad.
Al contrario, lo que se vio en las calles fue la voz de un país que se siente defraudado por sus autoridades y que, ante la sordera del poder, opta por la palabra colectiva.
En ese sentido, la protesta fue un gesto de reivindicación republicana frente a un Estado que ha olvidado que su esencia debe ser servir al ciudadano.
Marchar, en estas circunstancias, constituye la forma más elevada de ciudadanía activa. Es el acto por el cual la sociedad recuerda a sus gobernantes que el poder es mandato popular, no una propiedad privada sin transparencia ni rendición de cuentas.
Esta contundente expresión popular revela que cuando las instituciones se vacían de legitimidad, las calles se convierten en el último espacio de representación auténtica.
Protestar, en este contexto, fue una afirmación de esperanza: la de recuperar un país con garantía de respeto al Estado de derecho y para construir una vida digna sin escapar.
Quienes persisten en ignorar lo que dice la población deben saber que el mensaje ya está escrito en la conciencia nacional: los peruanos exigen que se vayan todos. Es decir, que se retiren quienes han hecho del poder un refugio para la impunidad.
Y mientras estos cambios no lleguen, la calle seguirá siendo el escenario de una ciudadanía que ha decidido no hacer más silencio frente al deterioro ético de su república. Y es la advertencia de la fuerza con la que hablarán las urnas en los próximos comicios.