La desconfianza ciudadana hacia el Estado

El incumplimiento de responsabilidades estatales por parte de los gobernantes de turno afectan la percepción de los peruanos hacia las instituciones públicas.

Las políticas públicas, en tanto tienen rango de ley, no son sugerencias ni aspiraciones voluntaristas. Se tratan de obligaciones estrictas para el Estado. Su cumplimiento es la base mínima de cualquier pacto social que desee vivir en armonía o, en otras palabras, con paz social.

Durante casi dos décadas, el Perú intentó construir esa convicción. Hubo un esfuerzo colectivo, desde sectores reformistas del Ejecutivo, el Congreso, la academia y la sociedad civil, por profesionalizar la gestión pública, defender la meritocracia, fortalecer las decisiones basadas en evidencia y honrar compromisos internacionales que impulsaran el desarrollo.

Sin embargo, los últimos años han significado una involución preocupante. Quienes ocupan el Ejecutivo y el Parlamento han erosionado sistemáticamente las bases de confianza que se buscó edificar. La captura de espacios institucionales, el desmontaje de sistemas meritocráticos y la toma de decisiones guiadas por prejuicios, cálculos políticos o intereses subalternos han convertido al Estado en un actor errático, incapaz de sostener sus propias políticas.

La ciudadanía lo percibe y responde con algo que hoy es palpable en cada encuesta y conversación pública: desconfianza profunda.

Dos hechos vividos en los últimos días revelan ese decaimiento. El primero es la reducción abrupta de becas para los estudiantes más destacados del país. Han sido recortados sin más.

El segundo punto, de más larga duración y más complejo, es la seguridad ciudadana. Ninguna política pública ha colapsado con tanta claridad. El régimen que tuvo a Dina Boluarte como rostro visible y que hoy tiene a José Jerí en la presidencia repite la misma fórmula fallida que es prolongar estados de emergencia como si fueran un plan. No lo son. Son, en el mejor de los casos, un recurso extraordinario para situaciones extraordinarias. Convertirlos en rutina solo demuestra ausencia de estrategia.

En ese contexto, el ultimátum de los transportistas, que le da siete días al gobierno para presentar un plan maestro contra la inseguridad o ir a un paro de 48 horas, refleja el agotamiento de un sector que vive en carne propia el abandono estatal.

Si la política no recupera la capacidad de cumplir lo que promete, la desconfianza seguirá creciendo hasta convertir al Estado en una estructura totalmente ingobernable. Y, además,  se convierte en caldo de cultivo de conflictos sociales de mayor complejidad que los que hemos sufrido en nuestra historia hasta la actualidad.