El nuevo lema difundido desde Palacio de Gobierno “Dios, patria, ley” marca un viraje consciente del régimen hacia un lenguaje que históricamente ha sido empleado por regímenes autoritarios para justificar la concentración del poder bajo la apariencia de orden moral.
Si “Dios, Patria, Familia” fue el emblema clásico de los nacionalismos conservadores del siglo XX, la sustitución de “familia” por “ley” revela un desplazamiento más inquietante, el tratar a la ley ya no como garantía de derechos, sino como herramienta de control político.
Este giro coincide con un momento crítico para la institucionalidad peruana. El Tribunal Constitucional declaró infundada, por falta de votos, la demanda que solicitaba al máximo ente del orden jurídico del país resolver la controversia generada por la promulgación de la ley que busca imponer prescripción al año 2002 a crímenes de lesa humanidad.
Sin embargo, es fundamental aseverar que este resultado no equivale a declarar la norma constitucional. De hecho, la jurisprudencia de la Corte Interamericana de DDHH sigue siendo vinculante y prohíbe toda forma de amnistía o prescripción para crímenes atroces. No es casual que sea el pacto parlamentario autoritario y el Ejecutivo sometido quien lo proclamen como una victoria política.
En ese sentido, que el discurso del régimen haga énfasis en la “ley” a nivel de la divinidad y el espíritu de patriotismo pretende apelar acaso al abuso de la legalidad para seguir consolidando su impunidad.
Esta narrativa, acompañada de imágenes castrenses y una retórica de obediencia, pretende instalar la idea de que la ley es lo que el poder dice que es. Ese es siempre el primer paso para vaciar al Estado de Derecho de su contenido más profundo: el democrático.
Mientras, el Congreso avanza sin contrapesos, por ejemplo, capturando organismos constitucionales, hostigando a jueces que aplican control de convencionalidad ante normas antijurídicas aprobadas por el pacto parlamentario y blindajes selectivos para figuras investigadas. La ley se vuelve, así, un arma con destinatario, que pretenderá ser severa para quienes desafían al régimen, maleable para quienes lo sostienen.
La defensa del Estado de derecho exige desmontar esta ilusión. Quienes gobiernan no necesitan aplicar consignas marciales, sino instituciones capaces de resistir la tentación autoritaria. En por ende que “Dios, Patria, Ley” debe ser leído por lo que es, un mensaje de ambición de control en un país donde la justicia pende de un hilo.