En el Perú, la palabra reforma se repite como un mantra sin que se traduzca en cambios reales. La última es la del sistema de justicia.
La ciudadanía conoce bien los problemas del aparato judicial nacional. No es casualidad que, según el Barómetro de las Américas (LAPOP 2021), solo un 25 % de peruanos confíe en el Poder Judicial. La cifra más baja de confianza ciudadana en la región.
A pesar de esta crisis, y para desgracia del país, lo que hoy impulsa Perú Libre no apunta a resolver estos males de fondo. El dictamen respaldado por las bancadas Perú Bicentenario, Bloque Magisterial, Alianza para el Progreso, Podemos Perú y Honor y Democracia es una captura institucional enmascarada.
Qué de reforma con solución directa para el ciudadano de a pie tiene la elección de jueces y fiscales por voto popular, el traslado de la formación de magistrados al Ejecutivo o dar al Congreso la potestad de designar a los supremos.
Responden a una lógica de control político, no de eficiencia.
Se busca alterar la arquitectura del sistema judicial para someterla al control de las mayorías parlamentarias y no de eficiencia del aparato judicial.
Una verdadera reforma, en cambio, debería atacar los nudos estructurales que sufren miles de peruanos que esperan por justicia en el país. Desde la sobrecarga procesal (más de 2 millones de expedientes pendientes reportados por el Poder Judicial), pasando por la digitalización incompleta (el 40 % de distritos judiciales aún carece de expediente electrónico), hasta la escasez presupuestal (el gasto en justicia equivale a apenas 1,4 % del presupuesto nacional).
La evaluación comparada en la región es de más ilustrativa. En Chile, la reforma procesal penal implementada desde 2000 redujo la duración promedio de juicios penales a menos de un año, gracias a audiencias orales, digitalización y autonomía de fiscales.
Una reforma judicial auténtica no se mide por la capacidad de los políticos para colocar magistrados afines, sino por su impacto en la vida de los ciudadanos. Esto es, por ejemplo, que los feminicidios no queden impunes, que los casos de corrupción se resuelvan en plazos razonables, que la justicia llegue también a las comunidades más alejadas.
Por eso, resulta indispensable desenmascarar la lógica del dictamen en debate. Lo que está en juego es finalmente la subordinación de la justicia al poder político. Y esa no es la reforma que el Perú necesita; es, sencillamente, un retroceso autoritario con ropaje institucional.