En medio de la algarabía ciudadana, a partir del nombramiento del nuevo papa León XIV y, a pesar de que fingió estar en contra de la inciativa, la presidenta Dina Boluarte promulgó la ley 32326, que introduce cambios a la Ley de Extinción de Dominio. Esto, sin exigir respeto a las instancias que fortalecen a la justicia en el país y posicionándose nuevamente en contra de todo tipo de críticas técnicas.
La extinción de dominio es una figura por la cual el Estado incauta bienes que podrían haberse obtenido por actividades ilegales. Como explicó en un pronunciamiento la presidencia del Poder Judicial, se trata de un mecanismo que es, en realidad, “un esfuerzo internacional para retirar del comercio ilícito los activos utilizados u obtenidos fuera de la ley”. Es decir, llegar a aquellos involucrados a los cuales son difíciles de intervenir como los testaferros.
Con esta decisión, de espaldas al Estado de Derecho, la mandataria ha formalizado el debilitamiento de la justicia y la persecución del delito de corrupción, cumpliendo con el mandato de un Congreso que sigue avanzando -a todo vapor- para lograr la impunidad de los suyos y, por supuesto, la de ella.
Esta nueva normativa, paralizará más de 5000 procesos de decomisación de bienes y los enviará al archivo al no tener, como pide la nueva ley procorrupción, una sentencia “firme” que sustente dicho accionar.
Y aquí hay que levantar la voz. Porque, por si fuera poco, uno de los principales beneficiados es el jefe del partido político aliado del gobierno Perú Libre, el aún prófugo Vladimir Cerrón. En esa misma “suerte” están Rodolfo Orellana, y el caso Artemio.
Además, ha impedido a la justicia peruana actuar en la prevención de la fuga de activos conseguidos de forma ilícita en materias civiles, tributarias, y cualquier otro aspecto legal que esté fuera del ámbito penal.
Los peruanos no son ilusos. Porque mientras los congresistas aliados del actual desgobierno – el fujicerronismo- y la misma presidenta despotrican contra el Ministerio Público y el Poder Judicial, queda claro que, quienes impiden la labor de los operadores de justicia, son ellos mismos.