La semana pasada se difundió un debate entre el abogado Lucas Ghersi y la politóloga Patricia Paniagua, en el programa del periodista Jaime Chincha. Entre varias afirmaciones, una que resaltó fue la del abogado señalando que mientras exista una mayor cantidad de derechos, hay menos democracia.
Tal vez lo primero que habría que decir es que, desde las concepciones actuales de democracia, incluso de las minimalistas, generalmente se excede equiparar democracia únicamente a elecciones o a prevalencia de decisiones de mayorías, sino que incorpora la valoración sobre los derechos para la calificación de un Estado como más o menos democrático.
En ese sentido, por ejemplo, el Democracy Index (de la unidad de investigación de The Economist) incluye entre los indicadores que evalúa a la participación política y a derechos o libertades civiles. También, además del componente más liberal, se valoran otros vinculados a la equidad (de género, nivel socioeconómico o grupo social) o la deliberación, como hace el V-Dem Institute (Varieties of Democracy). O también, desde una perspectiva más integral, como la de IDEA Internacional, para determinar el “estado de la democracia” se toma en cuenta a los derechos fundamentales, entre los que incorpora el acceso a la justicia y las libertades civiles, pero también los derechos sociales y la igualdad. Una democracia tiene como elemento consustancial a los derechos fundamentales. No son categorías opuestas.
Ahora bien, el enfoque que parece defenderse es la contraposición de la democracia con el “constitucionalismo”. Quienes plantean este debate lo entienden como la defensa de límites materiales (de fondo) a las decisiones mayoritarias (del Congreso), los que vienen establecidos en constituciones difíciles de ser modificadas (“rígidas”) y cuya supremacía es determinada por jueces vía el denominado control constitucional. En otras palabras, que las leyes (como decisiones adoptadas por un Congreso electo por la ciudadanía en un sistema representativo en el que rige el principio mayoritario) sean controladas por jueces no electos popularmente. Visto de este modo, se plantea que el debate de las decisiones debería ser en el Congreso (con legitimidad por su elección popular) y no en espacios como el del Tribunal Constitucional, donde no hay debate sino decisión.
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Este planteamiento tiene destacados defensores, pero también detractores con valiosas credenciales. Entonces, frente a este debate inacabado y complejo (que es a menudo sobresimplificado), habría que preguntarse si con el rol que han tenido los jueces en el reconocimiento de derechos en sociedades altamente desiguales como las de América Latina, esta tensión debe resolverse indefectiblemente por darle poder a las mayorías.
Es decir, si la única respuesta posible es establecer al Congreso como mecanismo prevalente para la toma de decisiones y no podría plantearse alternativas, como generar mayor deliberación en las instancias judiciales, con audiencias públicas participativas, amicus curiae, mayor transparencia y publicidad en el debate. O con enfoques de “constitucionalismo débil”, con constituciones con menor cantidad de límites materiales, entre otras opciones planteadas por la academia.
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¿Y por qué reflexionar sobre estos temas? Para que las ideas puedan ser presentadas como tales: posiciones que tienen detrás planteamientos teóricos, pero a las que también subyace ideología y una visión sobre el Derecho y la sociedad. De mi lado, creo que no es posible contraponer democracia a derechos, ni desde su definición ni ante el debate frente al constitucionalismo; y que, desde una perspectiva que busque garantizar una sociedad más justa, tampoco es posible optar por una democracia vacía, ajena a derechos reconocidos y garantizados por igual.