Domingo

Allende en la trampa

"Por lo señalado, mientras desde Moscú se reconocían los méritos de Allende como socialista democrático, desde La Habana se lo torpedeaba en cuanto político reformista”.

Por lo señalado, mientras desde Moscú se reconocían los méritos de Allende como socialista democrático, desde La Habana se lo torpedeaba en cuanto político reformista”. Foto: Composición de Fabrizio Oviedo / La República
Por lo señalado, mientras desde Moscú se reconocían los méritos de Allende como socialista democrático, desde La Habana se lo torpedeaba en cuanto político reformista”. Foto: Composición de Fabrizio Oviedo / La República

Cuando en un texto reciente definí a Salvador Allende como socialdemócrata, provoqué réplicas interesantes en mi sur. Con base en concepciones previas -técnicamente prejuicios- un lector dictaminó que no pudo serlo porque fue un revolucionario y su gobierno fue calamitoso. Otro, que se definió como empresario, dijo que ese texto lo hizo pensar. Un tercero me conminó a hacer una autocrítica antes de opinar (no precisó respecto a qué).

El tema, que parece escolástico, arrastra una historia de conflictos duros. Para los socialdemócratas europeos Lenin era un ultraizquierdista. Stalin denostaba a los socialdemócratas rusos como “socialtraidores” y “socialfascistas”. En América Latina, tras el triunfo de la revolución cubana, la socialdemocracia se convirtió en sinónimo de “reformismo”, voz doctrinariamente peyorativa.

Por eso (que yo sepa) sólo una vez el socialista Allende se aceptó como socialdemócrata. Pero los hechos, más importantes que las etiquetas, dicen que siempre lo fue. Antes de ser elegido presidente había recorrido toda la escala superior del sistema democrático, como diputado, ministro y Presidente del Senado.

Además, murió sin aceptar la inducción de Castro para terminar con el Estado de Derecho. Quizás por eso, Henry Kissinger prefiere olvidar que, para justificar su rol en el golpe de Estado en Chile, definió a Allende como “enemigo jurado de la democracia”.

Precursores

La socialdemocracia nació en el siglo XIX como una de las variables europeas del marxismo revolucionario. Karl Kautsky, Eduard Bernstein y August Bebel, sus teóricos aurorales, no temían ser descalificados como “revisionistas” -un grave insulto ideológico- cuando planteaban que la revolución socialista debía hacerse en democracia. Flexibilizaban la lucha de clases y negaban la necesidad de la dictadura proletaria.

Desde su variable soviética del marxismo, Lenin literalmente excomulgó a la socialdemocracia. En su libelo El renegado Kautsky la definió como una “herejía”. Más tarde, Stalin perseguiría y asesinaría a quienes consideraba socialdemócratas. Ese talante soviético duró hasta la llegada de Nikita Jruschov. Tras su denuncia en 1956 de los crímenes de Stalin, una nueva orientación permitió a los comunistas periféricos abrirse a políticas de alianza con los socialdemócratas.

Poco antes, la Declaración de principios de la Internacional Socialista de 1951 declaraba que para “los pueblos de las regiones de menor desarrollo en el mundo, el socialismo democrático es un arma espiritual en su lucha por la construcción de una democracia política y económica”.

Variables en la región

En el fragor de esos doctrinarismos, en América Latina surgieron otras variables de la socialdemocracia. La más convocante fue la del peruano Víctor Raúl Haya de la Torre, fundador de la Acción Popular Revolucionaria Americana (APRA) en los años 20 del siglo pasado. Para el aprismo, la versión soviética era “marxismo congelado”. En Chile, jóvenes líderes del Partido Socialista, como Salvador Allende y Clodomiro Almeyda, estuvieron entre los lectores e interlocutores de Haya.

En los años 60, la prédica de Fidel Castro paralizó el desarrollo de la socialdemocracia regional. Para el victorioso guerrillero era la tendencia “reformista” de las izquierdas “tradicionales”, impropia de los “verdaderos revolucionarios”.

Esto colocó a los comunistas soviéticos ante una encrucijada ideológica. Por una parte, apoyaban la iconoclasta revolución cubana, que se había superpuesto al partido comunista cubano histórico. Por otra parte, habían comprometido su apoyo a los partidos comunistas que operaban desde sistemas democráticos, incluso con serias posibilidades de éxito, como en el caso de Chile.

Por lo señalado, mientras desde Moscú se reconocían los méritos de Allende como socialista democrático, desde La Habana se lo torpedeaba en cuanto político reformista. En 1965, el joven francés Regis Debray -asesor idolátrico de Castrodescribió a Allende como “una pálida figura de socialista perteneciente a la aristocracia de la gran burguesía”. En agosto de 1967, durante la primera (y única) conferencia de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS), Castro denunció de manera oblicua a quienes “engañan a las masas afirmando que van a llegar pacíficamente al poder”. Tras el suicidio de Allende, el mismo Debray hizo su elogio fúnebre en modo castroguevarista: “el Che Guevara sabía que podía contar con él hasta para llevarle las valijas (…) una palabra de aliento de Fidel le era más importante que una resolución de un comité central”.

La falsificación de Castro

Esa fue la gran trampa ideológica de la cual, pese a su pericia, Allende gobernante no supo escapar. Rehén de los dogmáticos, optó por definirse como un socialista revolucionario y democrático -lo que para muchos era un oxímoron- explicando que pretendía hacer lo mismo que los líderes cubanos, pero con otros métodos. En paralelo, solía explicar que “el marxismo no es una receta para aplicar desde el gobierno” y que él estaba por actuar “aunque rompiéramos la virginidad de los ortodoxos”.

Por lo mismo, los tres años de gobierno de Allende fueron de un frustrante tira y afloja con los marxistas “verdaderamente revolucionarios” de la Unidad Popular y con los castromarxistas del MIR. Esa lucha fue más allá de su vida, pues Castro falsificó su último gesto -y de paso, la historia de Chile- informando al mundo que había muerto acribillado a balazos, tras épico combate. Paradójicamente, fue Debray quien, en 1996, repuesto ya de su idolatría, salió al paso de esa asombrosa audacia: “Allende, el antihéroe de los guerrilleros de la época, murió como héroe romano, se suicidó con una bala de kalashnikov entre los escombros de su despacho de la Moneda”.

Por lo dicho, creo que la socialdemocracia internacional está en deuda con Allende. Sus partidos rinden honores a sus líderes más conspicuos como François Mitterrand, Willy Brandt, Helmut Schmidt, Gerard Schroeder, Bruno Kreisky, Felipe González, Olof Palme y Tony Blair. Pero, todavía no han incorporado a su cuadro de honor a un político como Allende, quien diera testimonio de su alma socialdemócrata durante su vida y desde el primero hasta el último día de su desgarrado gobierno.

En abono de esa evidencia, rescato un notable testimonio adicional, producido en un programa de televisión chileno de 1994. Se produjo cuando un dirigente del MIR reprodujo un breve intercambio entre su líder Miguel Enríquez y Allende. “Usted es un socialdemócrata”, lo acusó el primero. “Y a mucha honra”, respondió el presidente.