Domingo

Fernando Zevallos: Cuatro décadas de locura y magia

El circo se llama La Tarumba y todos lo sabemos, pero bien pudo llamarse Duende o Magia. Fernando Zevallos, director y fundador de la agrupación, repasa los cuarenta años –o menos, o más– de este ensueño de payasos, acróbatas y músicos.

Zevallos en la casona de Miraflores donde funciona La Tarumba. Foto: Antonio Melgarejo - La República
Zevallos en la casona de Miraflores donde funciona La Tarumba. Foto: Antonio Melgarejo - La República

—Un cigarrito para despertarme.

Fernando lleva sombrero, un chaleco pardo y el pin de la bandera gitana prendido en el pecho. Se acomoda en un sillón en forma de medialuna, el cenicero a un costado. Estira los brazos sobre el respaldar, seguro de sí, y no duda en pisar el cojín con los zapatos. El humo, mientras tanto, se eleva pausado por el techo de la casona donde queda La Tarumba, en Miraflores. Primera llamada.

Dice 1984, pero en realidad fue antes. Aunque todos los registros apunten a ese año como el origen de la compañía de circo La Tarumba, lo cierto es que el sueño de Fernando Zevallos, su fundador y director artístico, data de antes, mucho antes de saber siquiera qué iba a hacer con su vida. Pero, por poner una fecha, y porque nos gustan los números redondos, digamos que todo empezó hace cuarenta años.

Entonces eran nueve. Allá por 1983, las calles y los barrios y las plazas de Lima avistaron a un grupo de artistas jóvenes, gente que venía del mundo de las tablas y que saltaba de un lado para otro haciendo circo. Fernando los había convocado para aterrizar un proyecto que no paraba de hacer malabares en su mente. Era un circo, por supuesto, pero con elementos de teatro y música en vivo.

En ese momento, nadie sabía que se llamaría La Tarumba, aunque tal vez lo supiera García Lorca, el fantasma del poeta García Lorca.

 El show con caballos, uno de los grandes atractivos del circo. Foto: Antonio Melgarejo - La República

El show con caballos, uno de los grandes atractivos del circo. Foto: Antonio Melgarejo - La República

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El circo de los cien nombres

La cosa iba en serio, y en 1984 se dio la fundación oficial. Pero antes, la ‘cosa’ necesitaba un nombre. O tal vez cien. Ese fue el reto que el grupo, ahora de tres integrantes, se propuso cumplir. Una lista de cien nombres, y unas elecciones democráticas. Solo tres opciones llegaron a la recta final: Duende, Magia y Tarumba.

Fue por obra y gracia de Federico García Lorca, en el prólogo de un texto suyo, que apareció el nombre ganador. Tarumba. La musicalidad de la palabra generó un efecto hipnótico en Fernando. Pero también su significado. Y su historia.

—La “Tarumba” significa “entre la locura o la tontería” —recuerda él, y exhala una nueva bocanada—. Decir, en esa época, en España, “está tarumba” era decir o “estás loco” o “estás tonto”.

La Tarumba fue también una compañía de títeres española que, en plena Guerra Civil, animaba a las tropas republicanas casi en medio de las balas. La creó el artista Miguel Prieto, y la auspició un joven de apellido García Lorca. Pero esto recién lo sabría Fernando muchos años más tarde, cuando el fantasma del poeta y dramaturgo le confirmara que nada había sido casualidad.

 Las acrobacias se combinan con la música y la teatralidad. Foto: Antonio Melgarejo - La República

Las acrobacias se combinan con la música y la teatralidad. Foto: Antonio Melgarejo - La República

Fernandito, el Camborio

En realidad, el plan siempre estuvo ahí, y el director de La Tarumba lo recuerda bien. Recuerda que era niño en los años sesenta y vivía en la cuadra 4 del jirón Quilca, cerca de Alfonso Ugarte, donde se instalaban los circos de antaño.

Recuerda la puerta falsa del cine Tauro, al frente de su casa. Recuerda a los artistas y los músicos que conocían a todos los chicos del barrio. Recuerda a los libreros, los estudios fotográficos donde posaban Melcochita, Ferrando, Camucha Negrete.

Recuerda que siempre alquilaban un cuarto a la gente del circo. Recuerda a los payasos, malabaristas, magos y capataces que pasaron por su casa, y que le permitieron entrar y salir a sus anchas en los terrenos circenses.

Recuerda el año de sus siete años, la muerte de su padre, y la pobreza y la tristeza que llegaron a casa. Recuerda el refugio que encontró en el circo y el cariño —y alimento— que le proveyeron las familias gitanas.

Recuerda que a los dieciséis quiso irse con el circo, y que su mamá lo encerró hasta el fin de temporada. Recuerda que se escapó a la casa de sus tíos, y que su nuevo colegio tenía un club de teatro dictado por la actriz Aurora Colina, dueña de la casona de Miraflores donde tiempo después —o sea, ahora, en el presente— funcionaría La Tarumba.

—Yo ya hacía malabares, manejaba en monociclo, caminaba en la cuerda —dice Fernando—. El teatro me parecía muy fácil: solo había que hablar, y había que creérsela.

Fernando rememora los talleres que siguieron después, en esa misma casa; la gira teatral de ‘El beso de la mujer araña’ por España y Portugal, en la que hacía luces y sonido; y la vuelta al Perú, en 1982, como todo un veinteañero, cuando decidió plasmar su experiencia en una agrupación que combinara el circo, el teatro y la música. Una agrupación que casi no se llama La Tarumba. Segunda llamada.

Juego y teoría de La Tarumba

Fernando sigue sentado en el sillón medialuna, los pies en el cojín, cigarro en mano. Habla del “Camborio”, nombre del show más reciente del circo, que significa “familia”, “dinastía”, “procedencia”. Habla de los gitanos, aprecia mucho a los gitanos, reivindica a los gitanos y reivindica su cultura.

Habla del concepto artístico de “duende” —también estudiado por Lorca—, una lucha interna que nace en las entrañas del artista y que lo posee para comunicar sus partes buenas y sus partes malas, su ángel y su demonio. Dice que Chebo Ballumbrosio, director musical de La Tarumba, “tiene mucho duende”.

Habla, en fin, de su vida y del circo, que al cabo de los hechos vienen a ser lo mismo. Y habla de su esperanza en el Perú.

—Yo no creo que el arte vaya a transformar una sociedad, o que vaya a hacer la revolución —exhala Fernando—. Pero sí va a hacer mejores personas. Y mejores personas van a hacer un mejor país.

Los reflectores, que son imaginarios y por lo tanto son reales, se encienden. Suena la tercera llamada. Comienza el espectáculo.