Mentirosos, mentirosos
"Total, si solo se trata de sufrir la sanción moral de la gente, hay algunos que ya nacieron con el cuero de chancho”.
Alguien, alguna vez, hará un sesudo estudio sobre por qué los peruanos somos tan concesivos con la mentira, al punto que consideramos la verdad, la franqueza y el respeto a la palabra empeñada como valores secundarios, casi como estorbos para el logro de nuestros objetivos y, sobre todo, para nuestra vida política.
Somos los campeones del “¡mañana sin falta, hermanito!”, del “te llamo para tomarnos un café” o, el clásico de clásicos, “¡estoy llegando en cinco minutos!”, esas manidas convenciones no escritas en las que ambos participantes saben que nunca se cumplirá, pero no se quedará mal con el otro, parte de la “esencia” del ser peruano.
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Y, claro, nuestros políticos, que nos reflejan en cada una de nuestras taras y virtudes, han llevado esa pulsión colectiva al nivel de arte y nuestra historia está llena de mitómanos a los que premiamos una y otra vez con nuestro voto solo porque sus mentiras eran obras maestras de la charlatanería más evidente: todos sabíamos que mentían, ¡pero mentían tan bien!
Mijail Garrido Lecca, el mozalbete que ha decidido incursionar en política con el auspicio, cuándo no, del Partido Aprista, no tendrá la talla de algunos de los mentirosos colosales que lo han antecedido, pero está haciendo méritos para empatar. Sus embustes los conocen todos: que cubrió la guerra en Siria, que comanda un pelotón de fuerzas especiales del Ejército, que ganó una medalla por hacer inteligencia en el VRAEM, que va a publicar un libro con Penguin Random House y un largo etcétera que hace pensar que, más que una candidatura, necesita un siquiatra.
A su lado, Fletcher Reede (el personaje que encarnaba Jim Carrey en Mentiroso, mentiroso) es el adalid de la veracidad, aunque, para ser honestos, Mijail queda segundo en el podio frente a Alejandro Toledo, el presidente que negó a su propia hija y que nos ha regalado algunas de las mentiras más pastrulas de la historia, como cuando dijo que se iba a recibir un “Premio Nóbel” a la India o, hace poco, que juró que estaba tranqui en su casa escribiendo un libro cuando ya todos sabíamos que la policía norteamericana lo había arrestado por andar borracho (sin contar con su falso secuestro en el Melody en plena campaña del 2000, la desmentida muerte de su madre en el terremoto de Áncash y sus estudios bamba en Harvard, entre otras perlas).
En honroso tercer lugar del podio, por cierto, tiene que estar doña Rosa Bartra, la rulosa exfujimorista, quien nos dejó boquiabiertos hace unas semanas, cuando en entrevista con RPP negó que la comisión que presidió en el Congreso hubiera alguna vez blindado a Alan García y, para dar “prueba” de sus palabras, leyó en voz alta las conclusiones del informe incluyendo el nombre del expresidente… que no figuraba en el documento.
Por todo esto, en ese sacha universo llamado Perú, a nadie le espantó demasiado esta semana, cuando Francesco “El Breve” Petrozzi (duró menos que sus siete antecesores en el Ministerio de Cultura) cambió mil veces de versión tratando de salvar la cara tras la sospechosa destitución de Hugo Coya de IRTP o cuando doña Martha Chávez, la candidata de la “renovación” que el fujimorismo acaba de desembalsamar, salió muy suelta de huesos a decir que Keiko Fujimori no mintió a los peruanos, sino que solo “les ocultó la verdad” en torno a los oscuros aportes a su campaña presidencial.
Aunque para Chávez, como para todos los que tienen una relación laxa con la ética, solo aquello que es judicializable es cuestionable, como si mentir, ocultar, falsear no fueran faltas igualmente graves, aunque no sean delitos tipificados en el código penal, en países menos chapuceros que este, una mentira puede tumbarse un gobierno o llevarte derechito a un impeachment, como lo comprobó Bill Clinton hace dos décadas cuando negó, bajo juramento, haberse acostado con Mónica Lewinsky.
Pero en el Perú, este país donde los puentes no se caen, se desploman; donde no se plagia, sino se copia; o no se miente, sino se oculta la verdad; los transgresores de la verdad siguen de lo más orondos en la vida política y, cuando los pescan luego con las manos en la masa, exclaman “¡yo no fui!”, como la versión perucha de Bart Simpson. Total, si solo se trata de sufrir la sanción moral de la gente, hay algunos que ya nacieron con el cuero de chancho.