Muerte asistidaSin padecer ninguna enfermedad terminal, el científico australiano David Goodall acabó con su vida, a los 104 años, el último jueves, en Suiza, mediante suicidio asistido.,David Goodall, el derecho de morir,Después de soplar tres velas estrelladas, comer una tajada de pastel, beber unos sorbos de champagne, y recibir el abrazo de varios de sus doce nietos, David Goodall hizo público su deseo por su centésimo cuarto cumpleaños: "No soy feliz. Quiero morirme". No titubeó, como buen hombre centenario. A esa edad sobra tanto pasado que solo hay certezas. El anuncio, desde luego, hizo arquear cejas. Goodall no sufría de ninguna enfermedad terminal. Su vitalidad era impresionante: jugó tenis hasta los noventa años, caminó pasado los cien, tomó el autobus hasta los 102 años, conversaba con lucidez, cantaba con gusto, reía con antojo. Pero quería morirse. Y en Perth, Australia, donde vivía, era imposible. El suicidio asistido -la modalidad en la que un profesional médico le proporciona los medios necesarios al paciente para que él mismo se produzca la muerte- es ilegal en la tierra de los canguros, como en la mayor parte del mundo. "Lo triste es que me lo impidan. Una persona mayor como yo debe beneficiarse de sus plenos derechos de ciudadano", explicó. Botánico y ecólogo australiano nacido en Londres, miembro de la Orden de Australia por su destacada trayectoria en el mundo científico -sobre todo por incorporar métodos numéricos en el estudio de la vegetación-, Goodall acaparó la atención mundial a finales de 2016, cuando la Universidad Edith Cowan, donde se desempeñaba como investigador asociado honorífico, le pidió que abandonara su puesto por los riesgos que le acarreaba el viaje de noventa minutos hasta el campus. La indignación fue tal que la universidad debió retroceder. Optaron por reubicarlo en un local más cercano a su casa. "Prefiero estar en el campus porque hay personas que potencialmente son amigos. La gente simpatiza con un centenario que quiere seguir viviendo en sociedad", anotó entonces. Un año y medio después, Goodall carecía de ganas de habitar el mundo. El único, por cierto, pues no creía en otra vida luego de la muerte. El científico tomó la decisión a causa de una caída que sufrió en su departamento. No hubo nadie que pudiera contenerlo. Es más, no hubo nadie que lo auxiliara. Dos días permaneció en el suelo hasta que un hombre de limpieza lo encontró y lo llevó al hospital. Tras la curación sobrevino la declive. Los médicos le prohibieron utilizar el transporte público e incluso cruzar la calle. Una medida entendible hasta para un setentón. Pero no para David Goodall, un hombre sano de 104 años. "Me molestó mucho que me restringieran de esa manera. Es una falta de respeto", dijo cual querubín. A partir de la caída, los achaques aparecieron. Goodall empezó a desplazarse en silla de ruedas, y en su casa en andador. Lo atacó la sordera, y su visión comenzó a fallar. Era, por fin, un anciano que padecía el precio de vivir. No lo toleró. "He pagado todas mis deudas a la sociedad. Debo ser libre para usar con mi vida lo que desee. Que nadie interfiera". Se despidió cantando El último jueves a las 12 y media de la tarde, David Goodall dejó de existir un mes después de cumplir 104 años. Murió rodeado de su familia y un amigo. No en su casa de Australia sino en Basilea, en Suiza, adonde llegó la semana pasada tras visitar a uno de sus cuatro hijos en Burdeos, Francia. Suiza, uno de los pocos países en el mundo donde el suicidio asistido es legal sin necesidad de que el paciente se encuentre en fase terminal. Goodall recurrió a la fundación Eternal Spirit. Conforme a la legislación suiza abrió la válvula para liberar el nembutal -el producto letal que acabó con Marilyn Monroe-, un sedante que en altas dosis detiene los latidos del corazón. Tras entonar, en conferencia de prensa, un fragmento en alemán del Himno de la Alegría de la novena sinfonía de Beethoven, su melodía preferida, Goodall anunció que era hora de marcharse. Al día siguiente, almorzó con los suyos por última vez. Luego se echó a la cama hasta que un asistente le colocó una vía intravenosa en el brazo. Se apagó sin quejidos. Dignidad le llaman.