Cuando a Caín se le ocurrió que no había mejor forma de desquitarse de las preferencias que papi Adán sentía por Abel, su chinchoso hermano menor, que dándole a este un mandibulazo de burro en la cabeza, nada hacía presagiar que, muchos siglos más tarde, doña Keiko Fujimori le encajaría una limpia puñalada en las “fitnesseadas” espaldas de su hermano pequeño solo porque a papá Alberto le parecía que éste era más digno de ser candidato del fujimorismo el 2021. Sin embargo, después de agarrarse a mordiscos durante meses -en los cuales uno acusó a la otra de tener “actitudes delincuenciales” y la otra lo castigó con el látigo de su indiferencia (y de un proceso partidario en el que lo expulsaron como a perro callejero)-, ahora resulta que los dos hermanitos han limado asperezas y están a punto de cantar villancicos juntos antes de Navidad. ¿El milagro? Pues, aparentemente, algo tuvieron que ver los videos en los que se ve al pequeño de los Fujimoris tratando de comprar votos contra la vacancia presidencial y que fueron grabados por el inefable congresista Moisés Mamani, integrante de Fuerza Popular, y que resultaron toda una kriptonita para las ambiciones presidenciales del Benjamín de don Alberto, quien hasta este momento no ha dicho esta boca es mía en esta bronca mafiosa de la que los peruanos nos encontramos un nuevo capítulo cada día. Tras la difusión de los videos -evidentemente encargados por la doña del mototaxi para aniquilar las ambiciones del hermanito-, se cernía sobre Kenji el fantasma del desafuero parlamentario, más aún cuando, sin duda marcado por la pica inicial, amenazó con convertirse en delator premiado para entregar pruebas de las trapacerías financieras del partido de su hermana. Sin embargo, todos nos quedamos boquiabiertos cuando, de pronto, ya frente al fiscal, decidió callar en todos los idiomas y hacerse el idiota (arte que, no sabemos por qué, domina desde pequeño), negando cualquier información sobre los vínculos del partidode la family con la corrupción. ¿Qué hizo que, de pronto, cambiara de opinión hasta ese punto? Pues, como diría don Vito Corleone, el amor a “la familia”, ¿qué más? Lo único seguro es que, después de tamaña demostración de cariño, ya la hermana no tendrá los ánimos para hacerlo desaforar. Será tonta. Muerte al terruco Si usted es de esos que, apenas se supo que Osmán Morote saldría en libertad condicional comenzó a lanzar espumarajos por la boca, tiene toda la razón: la justicia peruana es un asco. ¿Cómo se le puede ocurrir darle prisión domiciliaria a Morote, después de haber cumplido una sentencia de veinticinco años, cuando lo que debería hacer es ordenar que se le linche en la públicamente en la Plaza de Armas? Claro, no sin antes sacarle las uñas, una por una, y hacerlo chillar como un animal, para, luego, con una guillette, despellejarlo vivo despaciiiito, despaciiito y, obvio, luego rociarlo con gasolina y quemarlo mientras grite como un endemoniado, que menos que eso no se merecen esos asquerosos terrucos que mataron a tanta gente del ande que no nos interesaba un pepino, porque eran cho… perdón, que sembraron el terror y la destrucción que sufrimos todos los peruanos. No, si es perfectamente válido que usted piense que la ley está al servicio de sus odios y prejuicios, sobre todo cuando se la ha pasado años tildando de “terruco” a todo aquel que pensara o se viera diferente a usted (caviares, izquierdistas, migrantes, indígenas), y defendiendo, eso sí con ardor, los derechos de quienes, desde el poder, corrompieron, asesinaron y torturaron. De allí que se ponga compasivo y humanitario con un dictador que es indultado a pesar de que nunca pidió perdón por sus crímenes, pero se convierta en un energúmeno salvaje cuando se trata de otro ser humano que ya cumplió su deuda con la sociedad. Te la debemos, Olivia Y mientras usted descargaba sus fobias contra Morote y otros senderistas que saldrán libres porque la ley así lo ordena, en la comunidad intercultural Victoria Gracia, a veinte minutos de la localidad de Yarinacocha, caía abatida, de cinco balazos, Olivia Arévalo Lomas, luchadora por los derechos del pueblo shipibo konibo. Ella había estado recibiendo amenazas de parte de las mafias criminales que operan en esas zonas. Nadie la defendió. Nadie sabe qué mano disparó el arma. Olivia tenía 74 años y era maestra curandera. Su comunidad la conocía como sabia, aunque no ostentara cartones ni títulos universitarios. Su misión en la vida era defender la riqueza cultural de su pueblo y oponerse a cualquier forma de intromisión o atropello contra ella. Nunca hizo daño a nadie. No merecía morir así. Y es casi seguro que nadie saldrá a protestar contra sus asesinos y que su muerte quedará impune. Como tantas.