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Opinión

Polarización política: ¿inevitable?, por Ricardo Sifuentes

¿Qué esperanza nos queda en el Perú, donde nuestra cultura política es tan frágil? El primer paso para enfrentar un problema consiste en comprenderlo desde sus raíces. 

Ricardo Sifuentes
Ricardo Sifuentes

Por Ricardo Sifuentes, especialista en Comunicación Política

El reciente asesinato de Charlie Kirk es la manifestación extrema de un fenómeno político global que la ciencia política viene estudiando: la polarización afectiva, es decir, el hecho de sentir intensas emociones negativas hacia quienes piensan distinto. ¿Por qué incluso las sociedades que considerábamos más avanzadas la padecen? ¿Qué esperanza nos queda en el Perú, donde nuestra cultura política es tan frágil? El primer paso para enfrentar un problema consiste en comprenderlo desde sus raíces.

Los seres humanos existimos como especie hace unos 300 mil años, y durante el 95% de ese tiempo fuimos nómades que vivimos en pequeños grupos o tribus. En ese contexto, quienes sobrevivían y lograban transmitir sus genes eran los que cooperaban activamente dentro del grupo y desconfiaban de los extraños. Ese cableado ancestral del in-group vs. out-group sigue instalado en nuestra mente.

Hoy ya no vivimos en tribus, pero hemos creado otras identidades con enorme carga simbólica: nacionalidad, religión y, por supuesto, política. Todas despiertan nobles sentimientos de pertenencia, pero también, en ocasiones, han generado un profundo rechazo hacia quienes no son parte del grupo. Esto a veces ocurre incluso en terrenos aparentemente más banales, como el fútbol. La psicología evolucionista sostiene que estas lealtades activan predisposiciones tribales profundamente arraigadas en nuestra especie, menos racionales y más instintivas, producto de cientos de miles de años de evolución.

Pero aquí la historia nos plantea un desafío colosal: la democracia liberal. Esta forma de gobierno, que se consolidó como estándar global tras la Segunda Guerra Mundial, nos propone algo contraintuitivo: convivir con la diferencia, practicar el pluralismo, respetar a las minorías y promover la libertad de expresión dentro de sociedades compuestas por millones de personas.

Durante un tiempo pareció funcionar bien. Tras la Guerra Fría, algunos pensadores como Francis Fukuyama se atrevieron a hablar del “fin de la historia”, con la democracia liberal como modelo triunfante. Pero el éxito electoral de líderes populistas y autoritarios en distintas latitudes devolvió esa ilusión al suelo.

Con estilos distintos, presidentes como Trump, Hugo Chávez, Bolsonaro, Lopez Obrador; y partidos de extrema derecha o izquierda en Francia, España, Alemania, Italia, han apelado directamente a las emociones colectivas para construir poder. Nación, etnia, religión, clase social, o un “pueblo” definido a conveniencia: todos estos marcadores activan la identidad tribal de forma inmediata y potente.

Aquí va precisamente el punto que debemos asimilar de manera profunda: la democracia liberal es una apuesta racional contra esa parte de cada uno de nosotros que tiene codificado un instinto, un reflejo automático tribal. Este tipo de sistema político, muchos no lo sabíamos, pero es frágil. Lucha contra pulsiones que, según la psicología evolucionista, son ancestrales. Justamente por eso representa uno de los mayores logros de nuestra civilización.

Estamos aún lejos del “fin de la historia”. La consolidación y permanencia de las democracias en nuestros países depende de un esfuerzo consciente, solidario y permanente de todos nosotros. La vacuna contra la polarización autoritaria reposa en la educación, en la cultura cívica, en instituciones sólidas y, especialmente, en narrativas potentes: por un lado, que versen sobre el sentido y el valor de la democracia y, en segundo lugar, que nos conciban como parte de un grupo más grande.

Frente a candidatos que en 2026 busquen polarizar afectivamente a un sector de la población contra otro —por motivos ideológicos, económicos, de origen, color de piel u orientación sexual— debemos cambiar el marco: todos somos peruanos. Y si no construimos narrativas que nos unan frente a nuestros problemas comunes, otros impondrán relatos que nos dividan. Mirándonos en el espejo de otros países, entendemos que este es apenas el inicio de un esfuerzo colectivo que exige toda una vida.

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