Las protestas que en estos días recorren Lima y otras ciudades del país revelan un clima de creciente agotamiento de los peruanos frente a un Estado que responde —nuevamente— con represión antes que con diálogo. Lo que empezó como una manifestación de transportistas indignados por el asesinato de uno de sus compañeros se ha extendido hacia diversos sectores liderados por jóvenes de la generación Z que denuncian abusos policiales, detenciones arbitrarias y el uso de proyectiles no permitidos para contener las marchas.
A estas acusaciones se suma una aún más grave: la de intentos de desaparición de pruebas vinculadas a los operativos policiales. Ciudadanos testigos de las marchas han alertado a través de redes sociales sobre la posibilidad de que evidencias extraídas de los cuerpos de heridos sean retiradas de hospitales sin la presencia de fiscales.
De confirmarse dichas denuncias, los responsables afrontarían cargos por el presunto delito de encubrimiento real. Un acto que vulnera abiertamente la legislación peruana y, por supuesto, los estándares internacionales de derechos humanos.
En paralelo, los transportistas protestan hoy por el abandono institucional, la inseguridad y la precariedad laboral. Ante ello, la Policía Nacional actúa con un nivel de violencia desproporcionado, en ocasiones para evitar pagar sus propios pasajes o imponer autoridad a golpes, como se ha documentado en varios incidentes en las marchas de las últimas semanas que continúan hasta el día de la fecha.
Esa orfandad ciudadana —de justicia, de seguridad y de representación— se vuelve el signo de un Estado que ha perdido la noción del bien común. No obstante, deben estar advertidos de que cada asesinato, herido o prueba que se intenta desaparecer son eslabones de una misma cadena que apuntan a mayor degradación del poder para favorecer a antidemócratas.
Por ello, la comunidad internacional debe observar con atención lo que ocurre en el Perú. Las denuncias que están siendo documentadas configuran un patrón de conducta que amenaza las bases democráticas y el respeto por la dignidad humana mínima en una sociedad moderna y civilizada.
Aunque el Gobierno insista en minimizar la crisis, negando la evidencia y el clamor de los más pobres, los mismos que padecen la inseguridad, el desempleo y la indiferencia institucional seguirán haciéndoles sentir día tras día que no pasarán.
Ese ensimismamiento del poder solo confirma que el país atraviesa un momento crítico, y en donde el silencio y la impunidad podrían sellar un ciclo de autoritarismo que la historia juzgará con severidad.