Esta semana dos orillas opuestas, antagónicas, de la política peruana, han ostentado una coincidencia, un punto en común nada saludable: el cinismo. Eso los une, el caradurismo. No el consenso, no el diálogo, no el bien común. Acá el género no tiene nada que ver, pero, esta vez, me refiero a dos mujeres protagónicas de la política peruana. De una orilla, Keiko Fujimori y su eterna presencia perturbadora, yuca electoral de su padre incluida. Desde la otra orilla, Verónika Mendoza y su eterna postura acomodaticia cuando se trata de sus afines, pero, con mucho rocoto cuando se trata de sus adversarios de turno.
La constitución es muy clara cuando prescribe que un sentenciado por delitos dolosos como Alberto Fujimori no puede postular. El insulto no borra la sentencia ni el pago de la millonaria reparación civil. Hasta el ex magistrado Ernesto Blume, que de antifujimorista no tiene nada lo señala. El pasado reciente, no lo olvidemos, nos recuerda a Keiko Fujimori estropeando el indulto a su padre que le dio PPK y hasta entregando la cabeza de su propio hermano Kenji, gestor clandestino, luego descubierto y denunciado por ella misma, de la medida que a la postre terminó en la libertad de su padre. El pasado naranja también nos recuerda la performance moribunda de Alberto, siempre a poco de morir, en sus supuestos últimos años, con enfermedades coronarias implacables y neoplasias permanentes soplándole la nuca. Fotos, videos en camillas, en UCIS, del padre de los Fujimori, completando el cuadro para sustentar la excusa de un indulto humanitario que, de tan humanitario, súbitamente le devolvió la vida y se consolidó como trucho. Han desaparecido los Aguinagas anunciando los vientos de la muerte, los cabellos despeinados de su paciente, su encorvamiento, su agonía. La yuca de siempre ha resucitado y quiere ser presidente sabiendo que no puede postular cuando antes decía que solo quería descansar. En medio de su juicio, Keiko aparece ahora como magnánima, sabiendo mejor que nadie que la postulación de su padre no es posible y que puede empezar el guion de una buena novela distractora, otro psicosocial a costa del país: postular luego ella ante el impedimento Alberto para salvar ese partido dinástico y volver a perder, está cantado, ante cualquier impresentable. Qué cinismo, ¿no?. Su supuesto antídoto, Verónika Mendoza, con k, ciertamente, no se queda atrás y le pone rocotito a la Yuca. Es casi lo mismo con otro ropaje que no puede ocultar la angurria de poder, de un cálculo del cual ella tampoco puede escapar así lo grite a los cuatro vientos. Dime que de qué tanto presumes y te diré de qué adoleces. Aquella mujer que, en su momento, se asoció con el delincuente Goyo Santos y después con el delincuente Vladimir Cerrón, habla desde un altar que no sé quien le ha construido, juzga desde un atril en el que yo no sé quien la ha puesto. Desde Nuevo Perú por el Buen Vivir, vaya nombre, dice qué está bien y qué está mal. Quienes son los buenos y quienes son los malos en esta película en la que ella también actúa. La Vero se autoexcluye de la clase política actual, se vende como distinta, luego de haber tomado partido por el golpista Castillo y haber tolerado a Cerrón incluso ocupando, con algunos de sus cuadros, algún ministerio en un ejecutivo plagado de machismo y sin ninguna política pública hacia las minorías. Tremendo sapo, se tragó. Ahora, tras un largo silencio, la próxima llegada de la campaña la obliga a salir de su confortable refugio de mutis, llama a la insurgencia frente a un gobierno nefasto, el de Boluarte, pero, lamentablemente, constitucional, así nos duela porque la otrora Dina dinamita fue elegida en la plancha con Castillo. Reaparece de la nada, enciende la pradera, le pone rocoto, para beneficiar su candidatura, una candidatura que no dice nada nuevo. Por eso, la insurgencia a la que ella llama, la presión ciudadana para un adelanto de elecciones (así prefiero llamarla yo), no pega, no prende y, en mi modesta lectura, Mendoza está muy lejos de inspirarlo.