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Opinión

La memoria nunca es venganza, por Ángel Páez

“Chipana relata que familiares de los combatientes visitaban el lugar en busca, si no de osamentas, al menos de pedazos del uniforme, una carta o un botón”.

larepublica.pe
PAÉZ

Circula en una edición virtualmente clandestina de 500 ejemplares, el libro titulado La fosa común olvidada de la batalla de San Juan, del historiador sanmarquino Jhonny Chipana Rivas. Se refiere al episodio bélico del 13 de enero de 1881, que protagonizaron las improvisadas fuerzas de defensa de Lima y las organizadas tropas invasoras chilenas, cuyo objetivo era someter la capital y cancelar la posibilidad de que los peruanos activaran una contraofensiva para recuperar el territorio capturado.

Considerada una de las batallas más sangrientas del continente, se estima que perdieron la vida alrededor de 10.000 nacionales, en tanto que los chilenos registraron 1.300 bajas. Pese al enorme y doloroso número de fallecidos, que incluye no solo a efectivos militares, sino también a vecinos de la capital que se sumaron a la defensa, muchos cuerpos quedaron dispersos e insepultos. No existe un recuento oficial de los caídos ni un lugar en el campo de batalla donde se rinda tributo a las víctimas con sus respectivos nombres y apellidos. Chipana relata una historia de olvido y de ingratitud que dice mucho sobre el carácter de los peruanos.

Ocho años después de la batalla, el 13 de enero de 1889, las autoridades organizaron un homenaje, se abrió una fosa u osario donde se reunieron 200 cuerpos, y se anunció la edificación de un mausoleo. Como señala Jhonny Chipana, la promesa jamás se cumplió, y con el transcurso del tiempo se perdió la ubicación de la fosa en el cerro San Juan, conocido en la actualidad como Viva el Perú.

La buena noticia es que existe la posibilidad de subsanar la ingratitud con los compatriotas que ofrecieron la vida defendiendo la integridad y el honor nacional. En particular de los soldados de origen andino, a quienes falsamente se les atribuye la derrota. Luego de investigar en archivos documentales y periodísticos, de visitar el lugar en varias oportunidades, y de cotejar diversas fuentes, el historiador Chipana ha encontrado la ubicación de lo que sería el osario que se abrió en 1889, en el cerro San Juan. Para verificarlo, se requiere de labores arqueológicas.

Chipana relata que familiares de los combatientes visitaban el lugar en busca, si no de osamentas, al menos de pedazos del uniforme, alguna carta que lo identificara o un botón con las iniciales del muerto. Como el caso de la madre del cabo de 16 años, Isaías Clivio Roca de Vergallo. “Mutilado, sin duda, después de muerto, le fue imposible a la desconsolada madre hallar el querido cuerpo del amado hijo de sus entrañas. El cadáver de Isaías Clivio no existía”, publicó El Nacional, el 12 de enero de 1889.

La tarea de encontrar la fosa “no debería estar inspirada en términos belicistas (…) ni con signos de revancha u odio”, señala Chipana. Es cierto, la memoria nunca es venganza. Es gratitud.