¿Deja algún mensaje útil para el Perú el resultado de las elecciones presidenciales del pasado domingo en Brasil? Aunque a estas alturas es difícil imaginar un escenario similar en nuestro país, la lección está ahí.
Para su triunfo electoral, Lula apostó por conformar una coalición de amplio espectro ideológico (políticos, empresarios, movimiento sociales e intelectuales), incluidos oponentes de largo tiempo.
La claridad sobre cuál es el riesgo principal (el autoritarismo, representado por Jair Bolsonaro, quien durante su mandato se dedicó a atacar a las instituciones), le permitió incorporar como su vicepresidente a un antiguo opositor de centro derecha como Geraldo Alckmin (ahora a cargo del equipo de transición).
Asimismo, que para la segunda vuelta, otros antiguos oponentes, como el expresidente Fernando Henrique Cardoso, hicieran público su respaldo: “En esta segunda vuelta voto por una historia de lucha por la democracia e inclusión social. Voto por Luiz Inácio Lula da Silva”, escribió en Twitter.
Ello le permitió a Lula da Silva “compensar” el costo político de sus dos primeras gestiones, cargadas principalmente por el escándalo de corrupción del caso Lava Jato.
Ahora bien, el resultado ajustado de las elecciones, el silencio de Bolsonaro durante casi dos días mientras la extrema derecha protestaba en diferentes partes del país, muestran una nación dividida, altamente polarizada y que la gobernabilidad no será fácil. Y revelan también que, sin una amplia coalición política, muy probablemente el triunfo no se hubiese dado.
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Si en Brasil, el centro democrático de ambos lados del espectro ideológico ha tenido la capacidad para definir el principal peligro y un objetivo común, en el Perú deberíamos tener aún más incentivos para buscar una amplia coalición que haga frente a los discursos radicales.
Si como todo parece indicar, ello no fuese posible, deberíamos aspirar al menos a tres grandes coaliciones democráticas representativas de las posiciones ideológicas (izquierda, centro y derecha). Lo que está en juego no es poco.
Ya antes de este gobierno y este Congreso, solo el 50% de los peruanos apoyaba la democracia, solo un 21% estaba satisfecho con cómo funcionaba y un 52% justificaría un golpe militar “si hay mucha corrupción” (Barómetro de las Américas).
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Si a ello le sumamos el nivel de indignación que se sigue acumulando, así como que en cada elección un tercio del país busca un candidato antisistema, se explica entonces la acogida y el entusiasmo que está generando Antauro Humala en su recorrido por el sur y otras regiones del país, y con un discurso más radical que el que tuvieron Pedro Castillo y, en su momento, Ollanta Humala.
Un problema es que ni en la izquierda ni en la derecha ni en el centro contamos con líderes con ganas de asumir un reto de esa magnitud, o con la legitimidad política necesaria para una convocatoria así. Más importante aún, parece no existir un consenso sobre cuál es el principal peligro para el país ni, por lo tanto, el sentido de urgencia necesario para abordarlo.
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Si por un azar del destino una coalición o un grupo de coaliciones lograsen formarse, una tarea será incorporar a representantes de diferentes regiones. El respaldo que mantiene Castillo ha corroborado que el factor identitario juega un rol importante en la percepción de representación de la población. Un reto adicional será definir el espacio o rol que les tocaría jugar a los sectores informales, quienes difícilmente estarán dispuestos a perder el poder político ganado.
Hasta el momento no es posible visualizar un escenario así para el Perú. Por el contrario, la polarización sigue alimentando la polarización. Esperemos que, si los primeros gobiernos de Lula se encargaron de exportar el caso Lava Jato a diferentes países de la región, ahora sea posible importar alguna lección del reto político que tienen por delante.